Siempre tuve muy claro que, aunque no me desagradan del todo los segundos, prefiero los perros ante los gatos. He tenido dos perras schnauzer y una pastor alemán, pero también hemos tenido varios cachorros que necesitaban asilo. Ningún gato. Nunca. Una vez, cuando tenía como 8 años, alguien nos dejó un par de gatos recién nacidos en el jardín y mi hermano y yo los escuchamos llorar y salimos por ellos. Pero mi mamá los odia. Por el pelo, por el ruido que hacen cuando están en celo, por lo poco amigables que llegan a ser. Un día, luego de hacerles una casa en una caja de cartón y comprarles una mamila para darles leche, despertamos y ya no estaban. Y así es como casi tuve un gato.
El problema es que, tan pronto llegué a la Fundación hace ya 15 meses -huh(!)- he estado rodeado de esas personas que adoran los gatos y que sólo hablan de gatos y de cómo sus gatos ayer hicieron algo o de cómo quieren tener más gatos o de cómo los rasguñaron pero no son animales muy independientes y cariñosos. Y la verdad, aunque no queriendo la cosa, he conocido a un par de gatos y, Dios me perdone, hasta he querido uno. Así que aquí va un poema que la semana leímos en tutoría sobre un gato, con especial dedicatoria para Sheldon, el gato rebelde de Nayeli y, como extra, Big man, una canción buenísima que el shuffle del itunes se ha encargado de traer una y otra vez.
En la cocinaEliseo Diego
Enrosca el gato su deliciade sí sobre sí mismo, duermede su principio a fin, secreto. En tantoesboza la penumbra disidenciasde cazuelas y potes, resistentesal imperio del sueño. Cae el mundopor el filo del agua, gruñepara sí el fuego, pero el gatolo ignora: permanecesencillamente, inmunea memoria y olvido, a salvoen la delicia de su ser -perfecto.
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