domingo, 1 de mayo de 2011

Destripar al grillo, o mecánica de las ganas [de escribir]



La alegría de escribir es siempre la misma.
MB, en entrevista


Supongamos que un día, uno soleado por ejemplo, sientes ganas de escribir algo. Así nomás, de cualquier cosa –aunque, no nos engañemos, seguro hay "alguien" de por medio–, sin preocuparte por la originalidad de lo que escribes, por las sílabas, las referencias geniales a autores poco conocidos, por la crítica o los lectores. Simple y sencillamente sientes ganas de escribir y, consecuentemente, escribes.
Después las ganas, en lugar de cesar, aumentan. Empiezas a escribir regularmente, a veces como desesperado, a veces con tanta tristeza, o con una sensación de asco. Pero en el fondo, siempre con una sensación turbia, retorcida, como la alegría grotesca que de niños nos causaba atrapar grillos para arrancarles una pata, la otra, una antena, y luego les aplastábamos la panza hasta que les brotara por la boca ese liquidito café tan asqueroso. 
Entonces, alguien te lee. Y le gustas. Alguien te dice que deberías tomarte más en serio lo que escribes. Y obedeces. Otro más identifica con desdén las obviedades de tus influencias –Ah, se ve que acabas de descubrir a Sabines/Cortázar/Bolaño, estás chavo todavía– y sugiere ampliar nuestra lista de lecturas. Un taller, sugiere alguien más. Alguien te lee y te dice que hiciste un buen poema. Otro te dice que eres un pendejo.
De pronto ya no se trata solamente de las ganas. Escribes porque tienes que escribir, porque el orgullo, en las buenas y en las malas, te lo exige. Estudias más, lees autores extranjeros, quieres llevar a la práctica alguna teoría que leíste. Intentas reducir al máximo el margen de error, hacer poemas, si no perfectos, sí elaborados exactamente como sabes que le gustan a tus lectores. Tus cinco lectores de taller. Tus amigos, las muchachas que te gustan. Todos te dicen que está bien, que les encanta lo que escribes. Pero no parece suficiente.
Y un día, haces un buen poema. Un gran poema, de veras. Lo lees una y otra vez, en silencio, en voz baja, a grito pelado sin que nadie te escuche, y te parece que no fuiste tú. Que tuviste suerte. De pronto viene una racha. Dos, tres, cinco poemas intensos, descarnados. Escribes de ti mismo, de las cosas que te duelen, pero como desde afuera, como de nuevo lentamente destripando al grillo. Terminas un libro y lo presumes. Es probable que después de todo sí seas un poeta, te dices.
Le llevas a tus amigos el primer borrador. Esperarías que lo lean en el momento, que se emocionen de recibirlo y que dejen todo lo que están haciendo para leer el que probablemente sea el libro del siglo. En cambio, te dicen que sí, que lo leerán y que te pasarán las correcciones. Pasa una semana y nada. Pasan dos. En la tercera semana, recibes un correo en el que te dicen que está bien y que les gustó, así, a secas. Que deberías buscar publicarlo. Meterlo a un premio, tal vez.
Buscas convocatorias. Eliges una. Imprimes tus cuatro juegos, times new roman a doble espacio, engargolado de plástico. El más barato. Empiezas a hacer cálculos con el dinero del premio que, estás seguro, vas a recibir pronto. Una computadora nueva. Un Ipod, tal vez un coche. Un viaje a Europa. Preparas los engargolados y te das cuenta de una errata, una falla que daña completamente un poema. Ya no hay tiempo, seguro que no se dan cuenta, seguro que entenderán, te dices. Pero en el fondo sabes que es imperdonable. Adiós ipod, adiós coche. Adiós Europa.
Esperas, todavía con un poquito de ilusión, el nombre del ganador del premio. Ves el nombre y no se parece al tuyo. Dices que ya lo intentarás de nuevo, pero la verdad es que estás destrozado. Ahora dudas si eres o no poeta. Le preguntas a alguien que sí consideras poeta. Lee tu libro y lo destroza. Te dedica toda una tarde para revisarlo, y apenas llegan a la mitad. Te avergüenzas de cosas que antes considerabas  geniales, pero él te dice que hay madera, sólo hace falta pulirlo. A pesar de todo te animas un poco, y las ganas de escribir regresan.
Decides empezar otro libro. Uno que explore tus propios límites. Algo diferente, algo fresco. Haces nuevos poemas que le dan un aire a los anteriores. Revisas los anteriores y borras algunos. Reciclas versos, repites fórmulas. Un poema nuevo, pero ya no te parece tan honesto, sientes que dejaste de vivir, que ya no hay nada más en ti que tendría que escribirse. Te esfuerzas, escribes otro. Y luego nada. Y nada.
Hasta que un día, uno soleado por ejemplo, te dan ganas de escribir, y te acuerdas de cuando escribías con ganas. Con puras ganas. De cosas insignificantes, de lo que sientes, del futbol, de lo miserable que es tu trabajo. Te mueres de ganas de escribir como antes, pero sin tantas ganas. Sales al patio a buscar grillos para destriparlos, pero no encuentras ninguno. Esperas a que algo pase. Esperas.















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