El otro día estaba tratando de dilucidar por qué, si todavía se me ocurren cosas que podría escribir en este blog, ya no lo hago con el mismo ánimo con el que lo hacía antes. No es que en algún momento de la vida haya sido un blogstar o algo así, pero por lo menos hace dos años posteaba una o dos veces a la semana y recibía la misma cantidad de comentarios, amistosos y todo, pero por lo menos comentarios.
Lo curioso es que, entonces, yo era una persona verdaderamente miserable, con un trabajo horrible, sin novia, sin dinero, sin la mínima expectativa de vida más allá de dar clases en secundaria. Y sin embargo, seguía escribiendo mucho, y a veces hasta decentemente. No digo que hoy no siga siendo miserable, ni que tenga la vida planeada y en camino, pero por lo menos estoy más relajado, y sobre todo, nada más me dedico [sic] a escribir, lo que técnicamente supondría, si no una mejor producción, por lo menos un mayor volumen de producción.
Qué pasó entonces? Me niego a aceptar la premisa de que uno escribe –o en general "crea", perdóneme el atrevimiento– mejor en condiciones adversas y, a cambio, creo que mi bajo rendimiento tiene que ver con un factor que muchas veces se nos escapa a quienes nos "dedicamos" [sic de nuevo] a analizar los enseres creativos de la escritura –a pesar de que hasta hace unos años las teorías de la recepción eran la moda en la crítica post-Bloomiana–: El interlocutor.
No hay que ser muy brillante para comprender la importancia del interlocutor en la comunicación , pero sí se requiere un poquito de práctica y reflexión darse cuenta de que algunos interlocutores nos "invitan" a la comunicación más que otros. Hay quienes con una sola frase hacen que el interlocutor se enganche en discusiones eternas y con otra más terminan de tajo con ellas; quienes disfrutan su papel de receptores y quienes repelen a todo el mundo; quienes nos despiertan sin motivo aparente la ira de la locución, y quienes nos llevan, porque sí, a tratar de decir lo que está "más allá de lo evidente" [guiño, guiño].
Y por supuesto, también están las afinidades afectivas, que muchas veces son las que más motivan. No es lo mismo escribir sesudamente sobre la majestuosidad del metro yámbico en una tesis dirigida al polvo, que escribirle cuánto nos gusta a la muchacha de la blusa verde y cabello corto, por ejemplo. Al final, resulta extrañísima la manera en que, de la nada, encontramos a/l/(a) interlocutor(a) perfecto/a, sin que eso signifique necesariamente algo más.
Decirle cosas a alguien como confesión, o contarle lo que hiciste el día anterior son siempre, y aunque uno no quiera, discursos irrenunciables, encantadores, íntimos. Sólo hay que encontrar a quién decírselo. En la forma de decirlo está el encanto, claro, pero también en lo que se dice y a quién se dice. Como Lizalde, lo mismo a la Bellísima que a una perra, como San Juan o Santa Teresa a Dios o como Bonifaz a los que están armados. Al final, no nos engañemos, no importa si la comunicación se logra. Lo que importa es lo dicho, la forma y el encanto de decirlo. Y no espantar a la interlocutora, definitivamente.
Y por supuesto, también están las afinidades afectivas, que muchas veces son las que más motivan. No es lo mismo escribir sesudamente sobre la majestuosidad del metro yámbico en una tesis dirigida al polvo, que escribirle cuánto nos gusta a la muchacha de la blusa verde y cabello corto, por ejemplo. Al final, resulta extrañísima la manera en que, de la nada, encontramos a/l/(a) interlocutor(a) perfecto/a, sin que eso signifique necesariamente algo más.
Decirle cosas a alguien como confesión, o contarle lo que hiciste el día anterior son siempre, y aunque uno no quiera, discursos irrenunciables, encantadores, íntimos. Sólo hay que encontrar a quién decírselo. En la forma de decirlo está el encanto, claro, pero también en lo que se dice y a quién se dice. Como Lizalde, lo mismo a la Bellísima que a una perra, como San Juan o Santa Teresa a Dios o como Bonifaz a los que están armados. Al final, no nos engañemos, no importa si la comunicación se logra. Lo que importa es lo dicho, la forma y el encanto de decirlo. Y no espantar a la interlocutora, definitivamente.
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