Y así, permitiendo el símil, este zoológico poético se divide como todo buen zoológico, en secciones que varían dependiendo de la cercanía y afinidad entre especies, la similitud de hábitos, lo bien que se lleven entre individuos y hasta en lo atractivos que sean para el público. De entrada, los elefantes, los leones y los tigres siempre son la atracción principal, y en nuestro zoológico de la poesía mexicana esta sección la ocupan los veneradísimos maestros, los campeones, ya gigantescos especímenes de piel gruesa y reseca, de movimientos siempre solemnes y sonidos imponentes, ya agilísimos cuadrúpedos con garras y colmillos afilados, máquinas de matar con melenas majestuosas, que sin embargo prefieren mantenerse dormitando.
Después de estas especies súper-taquilleras, encontramos a las especies que aspiran a ocupar las plazas de primera categoría en cuanto aquellas pasen a mejor vida. Son los osos pardos, los linces, los cocodrilos y leopardos, individuos que poseen un amplio grupo de fans abiertamente declarados, animales fuertes y calculadores que sin embargo no se atreverían a trabar combate con las fieras mayores. Estos, en nuestro catálogo de poetas, son aquellos que ya llevan bastante tiempo en el negocio de las letras, los (y las) poetas luchones, los que han batallado arduamente por cada espacio que han conseguido, que pueden caminar erguidos porque sea por talento, por persistencia, o hasta por el simple hecho de haber estado en el momento y el lugar correctos. Animales que pueden o no gustarnos, pero que son altamente apreciadas en el zoológico, al fin que en gustos se rompen géneros.
El problema comienza cuando pasamos al tercer nivel de nuestra clasificación, pues lo que en la vida literaria podríamos llamar poetas "jóvenes", "emergentes" o "promesas literarias", en el reino animal podría ser ubicado como los changos, las cacatúas o –no es la intención ofender– como los insectos. La primera clasificación puede ser muy atinada si tomamos en cuenta las cuitas y penitencias que el poeta joven tiene que pasar para sobrevivir. Justo como uno de esos changuitos que entretienen con sus ocurrencias al respetable, el escritor naciente tiene sortearse el sustento entre la docencia, la búsqueda de becas, la corrección de textos, la pepena. No es suficiente que sea bueno en lo que hace –ser chango–, sino que necesita inventar nuevas ocurrencias para que el público lo considere buen candidato para lanzarle una fruta, un dulce, las sobras de la comida del día, o simplemente para que se rían de él y su ego de chango se sienta satisfecho. Y claro, hasta entre changos hay especies, por lo que podemos encontrarnos con ejemplares altivos y poderosos –aunque un tanto malhumorados– como los gorilas y orangutantes, o grupos de mandriles y otros monos babuinos, ladronzuelos de nalgas pintas que sólo se dedican a trepar, comer y coger –y que conste que no hablo de nadie en específico, sólo sigo el símil del zoológico.
Debajo de los changos en los charts de preferencia –pensemos en los changos como el enorme grupo de poetas "jóvenes" distinguidos de alguna u otra manera a nivel nacional– encontramos a los pericos y cacatúas, rodeados inevitablemente por los insectos. Los primeros pueden identificarse con el grupo de individuos que miran, desde la seguridad de sus árboles, los esfuerzos y reveses de los poetas changos. Las cacatúas y pericos literarios gritan, hacen ruido, repiten lo que escuchan, hacen bulto y, para bien o para mal, huyen tan pronto hay algo que los espante. Estos a su vez, se alimentan de los insectos, pequeños animalitos que se arrastran por los árboles y que, en un momento de desesperación, son la comida de emergencia de cualquiera de las especies anteriormente citadas.
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Ahora que lo vuelvo a leer, me parece que este texto podría ser un poquitito ofensivo, pero qué más da. Después de todo, no soy más que –a lo mucho– un mono aullador que grita y baila y mueve la colita para el respetable.
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