Hoy fuí a Veracruz con mi familia, emulando aquellos tiempos en los que íbamos a todos lados juntos. Debo decir que en su momento me molestaba mucho, porque yo quería irme de vacaciones con amigos y esas cosas, pero que hoy lo disfruté mucho. Creo que lo mejor fue que no hizo calor -pasé mucho tiempo con el suéter puesto- y que no nos hayamos siquiera acercado al mar. De las playas guardo el vívido recuerdo de las mañanas soleadas, mirando a todos lados de reojo, casi sin poder creer que en estos contextos las mujeres usen tan quitadas de la pena el equivalente multicolor a la ropa interior que en otros momentos esconden. Enterrarse en la arena, brincar las olas, comer mariscos, y luego, la noche. Nada peor que la noche después de la playa. Mi hermano y yo siempre nos pasábamos las noches tirados en las camas del hotel o la casa -según fuera el caso- gimiendo como enfermos terminales, esperando que mamá nos pusiera un poco de lo que fuera para amilanar el ardor.
Así que, días como hoy, sin sol ni calor, ni la piel terriblemente pegajosa y el aire denso que almacena cientos de olores, días en que soy sólo medianamente colorado y puedo tocarme la cara sin dolerme, son perfectos. Perfectos porque comemos mariscos en lugares donde nunca seremos molestados con música para turistas. Perfectos porque la noche se camina sin un rumbo fijo, y sin embargo el rumbo termina siendo el mismo. El mismo desde hace más de veinte años de venir a Veracruz. Cae la noche y caminamos al café de siempre, a la mítica parroquia. La antigua parroquia. Entrar y sentir el gran golpe del olor a café. Sentarnos, pedir un lechero como siempre, y escuchar a mi papá decir el mismo chiste de llamar al mesero con la cuchara. Mirar la gran habilidad para servir la leche, elevando la jarra, sin regar ni un poquito de café. Tal vez lo único que ha cambiado es la proporción de café y leche para mí, pues mi bebida se ha vuelto cada vez más oscura. Pero lo demás, es siempre lo mismo. Mis hermanos piden champolas, -A chocomil y X de guanábana- mi padre un lechero grande y mi madre uno chico. Escuchamos a algunos cantadores, sea con arpa, sea con sólo una guitarra y alguna percusión. Y Luego, el regreso. Caminamos esperando que mi papá diga que necesita una nieve para no dormirse, y vamos a las nieves de los güeros. Vamos a la más antigua, porque ahí hemos ido siempre. Medio litro de nieve de guanábana con mango o maracuyá para el señor. Los demás, vasos chiquitos. Y regresamos a Xalapa, los pasajeros de atrás dormidos, uno encima de otro, como en ruinas, y el conductor comiendo nieve para no dormirse. Así ha sido siempre Veracruz, al menos el Veracruz que yo conozco, y no veo por qué habría de ser de otro modo.
Así que, días como hoy, sin sol ni calor, ni la piel terriblemente pegajosa y el aire denso que almacena cientos de olores, días en que soy sólo medianamente colorado y puedo tocarme la cara sin dolerme, son perfectos. Perfectos porque comemos mariscos en lugares donde nunca seremos molestados con música para turistas. Perfectos porque la noche se camina sin un rumbo fijo, y sin embargo el rumbo termina siendo el mismo. El mismo desde hace más de veinte años de venir a Veracruz. Cae la noche y caminamos al café de siempre, a la mítica parroquia. La antigua parroquia. Entrar y sentir el gran golpe del olor a café. Sentarnos, pedir un lechero como siempre, y escuchar a mi papá decir el mismo chiste de llamar al mesero con la cuchara. Mirar la gran habilidad para servir la leche, elevando la jarra, sin regar ni un poquito de café. Tal vez lo único que ha cambiado es la proporción de café y leche para mí, pues mi bebida se ha vuelto cada vez más oscura. Pero lo demás, es siempre lo mismo. Mis hermanos piden champolas, -A chocomil y X de guanábana- mi padre un lechero grande y mi madre uno chico. Escuchamos a algunos cantadores, sea con arpa, sea con sólo una guitarra y alguna percusión. Y Luego, el regreso. Caminamos esperando que mi papá diga que necesita una nieve para no dormirse, y vamos a las nieves de los güeros. Vamos a la más antigua, porque ahí hemos ido siempre. Medio litro de nieve de guanábana con mango o maracuyá para el señor. Los demás, vasos chiquitos. Y regresamos a Xalapa, los pasajeros de atrás dormidos, uno encima de otro, como en ruinas, y el conductor comiendo nieve para no dormirse. Así ha sido siempre Veracruz, al menos el Veracruz que yo conozco, y no veo por qué habría de ser de otro modo.
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