Nos conocimos un jueves en la parada del camión. Eran más o menos las siete peeme y empezaba a llover. Llegué a la esquina de la calle y la vi. Volteó a verme. Le sonreí, y ella sólo movió la cabeza.
Al día siguiente la volví a encontrar. Esta vez me le acerqué y extendí mi mano. Ella se quedó inmóvil, esperando que le acariciara la cabeza. Y así por algunos minutos más, hasta que finalmente pasaba mi camión.
Durante el tiempo que trabajé en la editorial, ése fue nuestro pequeño ritual. Dos o tres minutos de saludarnos, y luego me iba con la mano toda babeada y oliendo a perro mojado. Al dejar ese trabajo, pensé que no volvería a verla.
Ayer fui a terminar mis asuntos con la editorial y, felices de nosotros, nos pudimos despedir. Se ve enojada, porque aunque no le dije, sabe que no volveré a verla.
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