[Si a usted, querido lector y lectora, le gustan las cursilerías, puede leer el texto marcado como (1 de 3). Si no, sin menor remordimiento, empiece desde aquí]
1. Me identifico, tal como se lee en el título de este post, con el concepto de lector promedio. Me gusta la literatura, especialmente la poesía, al grado tal que trato de dedicarme a ella. Leer, pensar al respecto, intentar escribirla. Sin dobleces ni motivos escondidos, leo porque me gusta, porque creo en la Literatura y la Poesía como dignas de dedicarles gran parte de mi vida. Leo lo que quiero, lo que me gusta, lo que me emociona, y si lo que leo no me satisface, entonces dejo de leerlo, así de simple, como un lector promedio.
2. Contrario a lo que suele decirse hasta el cansancio, creo que México sí cuenta con un buen número de dignos lectores. El problema –al menos para quienes hacen las estadísticas– es que muchos de ellos no alardean al respecto, no los toman prestados de bibliotecas ni compran en las librerías de moda. Hay gente que tiene en su casa cinco libros –probablemente entre ellos un declamador sin maestro o alguna otra antología con poetas modernistas– y los relee una y otra vez a lo largo de su vida. Hay quienes sólo tienen una Biblia en casa y la han leído muchas veces, lo que implica que han leído, en realidad 66 libros, entre ellos el Cantar de los Cantares, uno de los mejores textos poéticos de la tradición occidental. La gente lee lo que quiere leer, y sus razones son siempre muy válidas.
3. De todos los géneros literarios, el que menos se lee en México es la poesía. A la gente no le gusta la poesía, o al menos eso se cree. La gente, esa masa difusa que citamos a nuestro antojo cuando queremos justificar algo, se deja manipular por el marketing y compra novelas light o libros de cuentos o de autores muy conocidos. La gente no lee poesía porque el libro ya no puede contra los nuevos medios, porque nuestra manera de entender el mundo se ha modificado en aras del multimedia. Eso es lo que decimos para curarnos en salud, justificar nuestro poco mercado editorial y, de paso, nuestros aires de superioridad por "invertir" en libros.
4. Ya sé que suena muy obvia esta afirmación pero, a pesar de todo, las librerías siguen vendiendo libros. Basta pararse por alguna y ver a cómo, de las varias personas que deambulan por ahí, al menos una termina llevándose un título popular y/o de bajo precio. Se venden, sobre todo, las ediciones económicas y los libros pirateados de autores conocidos, sea porque se quiere comprar a la segura o porque de plano no alcanza para mucho más. El área de poesía vende, básicamente, sólo los libros que se usan en las escuelas, y si no fuera por por dos que tres lectores especializados que saquean dos veces por año las arcas de libros olvidados, esta área desaparecería muy pronto.
5. Desvarío un poco. ¿No será que en México no se compra poesía porque, en la lógica del lector promedio, es una mala inversión pagar 150 pesos por el libro delgadito de un desconocido que al parecer es demasiado flojo para llenar el renglón u ocupar más de la mitad de cada página? En todo caso, la gente los paga sólo por ciertos poetas, como Neruda o Sabines, y por eso sus ediciones se reimprimen constantemente.
6. Entonces, en México no se vende la poesía, con excepción de ciertos poetas. Pero, atención. Da la casualidad de que los poetas que más se venden en México, sin importar el costo de la edición, son aquellos que se muestran más empáticos con la emotividad, aquellos que, sin dejar del lado las formas, son asequibles a la sensibilidad del lector promedio. Cursilerías, me dirá usted. A lo que contestaré que posiblemente no ha leído con atención a Neruda o a Sabines, quienes lo mismo han maravillado mis alumnos de secundaria que a estudiosos de centros de altos estudios y a verdaderos intelectuales de cepa. Extraño, ¿no?
7. Luego, hemos entendido que en México sólo se vende poesía de los consagrados, pero así y todo se siguen publicando un montón de títulos al año. Hay premios, becas, editoriales independientes, coediciones universitarias y de gobierno, ediciones pagadas del propio bolsillo. Todo para un mercado casi inexistente, una decena de sibaritas y diletantes que se leen y escriben entre sí.
8. Insisto, parece que acá hay algo extraño. El lector promedio visita su librería preferida y pasa de largo las novedades editoriales de poesía, por lo que lo consideramos ignorante, maleducado, lo culpamos a él y al sistema educativo por no formarlo correctamente. Pero ¿no será que lo hace a propósito? Si un restaurante está en un punto en donde hay mucho flujo de personas y de repente deja de tener clientela, seguramente es porque la comida ya no es del agrado de la gente. Sencillo. Y si un libro, un género literario deja de venderse, ¿es culpa de la gente?
9. Aclaro para que no se me malentienda. Hay de restaurantes a restaurantes como seguramente habrá de poetas a poetas. Ciñéndonos a los restaurantes, hay fonditas, baratas pero con buena sazón, limpias y confiables. Hay restaurantes carísimos en los que, a pesar de todo, cada peso que pagas vale la pena. Pero todos hacen comida, para todos los gustos, pero comida. Hay restaurantes experimentales, claro, que venden comida rara que puede gustar o no gustar. El tiempo y el comensal [o el lector, en el hipotético caso] tienen siempre la razón.
10. Siguiendo con la analogía de los restaurantes, podríamos pensar que nuestro problema es que la oferta de restaurantes es amplia, pero todos dan una comida que no nos gusta a los lectores promedio. Y nos la quieren vender a fuerza, argumentándonos que eso es lo que se come en Estados Unidos o en Europa. Se nos quiere hacer creer que no sabemos de comida sólo porque no nos gusta "esa" comida. Que el comensal es, además de melindroso ante lo que hay, un tanto estúpido por no tener el "buen gusto" necesario.
11. ¿Qué se hace entonces? Siempre hablando de restaurantes, hay algunas opciones. La primera, muy lógica, es dejar de ir a los restaurantes. Comprarse unos libros de cocina y aprender a hacerla uno mismo. Aprender a degustar la comida, saber qué es lo que nos gusta y por qué. Para no perder la costumbre, visitar un restaurante que se vea apetitoso de vez en cuando. Segunda opción, a veces consecuencia de la segunda, intentar abrir tu propio restaurante, correr el riesgo de la competencia. Tercera opción, la más difícil, volverte crítico de comida. Aprender a analizar los sabores y reconocer qué es lo que no te gusta, llamar la atención al hecho de que, sí, dejan un muy mal sabor de boca.
Y la última opción, lamentablemente la más socorrida por los lectores promedio, pasar de largo y comer donde siempre, a riesgo de parecer anticuados.
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