A manera de recomendación, puede hacer clic en la canción y escucharla mientras lee. Es en verdad una de las rolas más maravillosas que haya escuchado.
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(De una serie de poemas en prosa que todavía no pienso mucho en realidad pero que me gustaría hacer).
He aquí el milagro: Un hombre y una mujer no se conocen, nunca se han visto, ni han hablado. No saben de su existencia mutua, pero existen. Un día, hombre y mujer –y parte del milagro es también que sean precisa y específicamente ese hombre y esa mujer, y no otros– se encuentran caminando por la misma calle, en la misma hora de la misma ciudad, pero en la dirección contraria uno del otro. Y otra buena parte del milagro es la convergencia, el punto exacto de intercambio de miradas. La exactitud de la óptica, los ángulos precisos, la luz correcta. Y aunque el encuentro apenas dura unas milésimas de segundo, resulta suficiente para sembrarle al inconsciente cierta imagen. Irrepetible, irremplazable, milagrosa.
El milagro –un milagro dentro de otro que contiene muchos otros dentro de sí– de mirarse a contracalle se repite, digamos tres o cuatro veces, sin nada más digno de ser contado. Hasta que un día, increíblemente, el hombre o la mujer deciden que vale la pena romper el silencio y hablarse el uno al otro. De la nada. Con toda la vergüenza a cuestas, con las palmas de las manos sudorosas y los dedos moviéndose nerviosos casi imperceptibles, ambos convienen en encontrarse en cierto punto del tiempo y el espacio, que de otra forma no tendría ningún significado más allá de la existencia a secas.
Nuevo milagro, ambos deciden presentarse en el lugar y la hora pactada, con sus mejores ropas posibles y la encantadora incertidumbre de conocer a un extraño. De transformar en conocido a una persona hasta hace un par de días inexistente. Ambos llegan a tiempo, o con un poco de retraso pero llegan, y se miran desde lejos. Se reconocen –y dígame si no eso es un milagro– sin conocerse realmente, sin haber cruzado más de diez palabras y otro tanto de miradas. Ambos sonríen nerviosos, se mecen los cabellos, se miran a los ojos sin que el otro mire y retiran la mirada cuando el otro los sorprende. De pronto, se conocen. Sin previo aviso, sin estudios recientes ni científicos rusos que avalen este comportamiento, pasan del desconocimiento al conocimiento. Como de toda la vida, se conocen ya. Se cuentan cosas personales, se dicen al oído las impertinencias de la familiaridad. Mueven las manos, se tocan delicada casi accidentalmente, como sin querer, como sin pensar. Enjugan sus labios con la lengua, alisan la camisa o la falda. Se olvidan de todas las personas que los rodean, de la hora, de lo tarde que puede ser, porque justo en ese momento nadie más que ellos dos se saben frente a frente. Porque finalmente se conocen.
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He aquí el milagro: Un hombre y una mujer se conocen. Y luego se olvidan. Y salen a la calle sin conocer a nadie, sin olvidar del todo todavía, y son capaces, de nuevo, de conocer en el camino a otra persona. Hasta que un día ya no se pueda.
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He aquí el milagro: Uno sale de noche y camina solo en el parque más cercano. Pisa muchos montones de hojas secas y entiende que el crujido es prueba irrefutable de nuestra existencia.
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