A veces –casi siempre–, me gustaría que fueras poeta, que todo el tiempo experimentaras diciéndome palabras, calculando las sílabas mientras me dices cosas al oído –tal vez contándolas con tus dedos a escondidas en tu espalda–, midiendo la eficacia de cada verso en mis ojos, en una ceja arqueada, en la mínima apertura de la boca, que no pudieras dormir el día antes de verme porque se te ocurren tantas cosas para decirme, para inventarme de otras formas. Que me usaras para hacer poesía pues.
Nunca te lo he dicho, pero definitivamente tengo un poco de envidia de el cortejo. Quisiera que por una vez todo dependiera de ti, de tu habilidad para crear conversación de la nada, de tu insistencia al buscarme, de tus mensajes de texto a media noche. Quisiera que me invitaras a salir y yo te dijera que no estoy seguro y tú insistieras hasta convencerme. Que por una vez pagaras todo aún a pesar de que yo insistiera en separar la cuenta, y que en algún momento intentaras besarme. Que lo intentaras y que yo me negara sin muchas ganas de negarme verdaderamente.
A veces quisiera que fueras otra, o muchas otras. Que fueras un poquito todas las muchachas de las que me he enamorado, de las que no me enamoré aunque quise, de las que dije estarlo sin que fuera cierto o sí lo estuve pero nunca se lo dije a nadie, de las que sólo recuerdo la falda azul o roja o rojaconflorecitas o el pantalón entallado o la sonrisa brillante o el olor de su cabello. Que fueras todas menos precisamente tú, y que fueras feliz y te llamaras Ana o Diana, Daniela, Mariana o Itzel. Que te pudiera decir de cuatro formas distintas que te llamas Raquel o algún otro nombre bíblico; que tuvieras un nombre desconocido y casi imposible de pronunciar.
A veces, me gustaría que te llamaras como tú quisieras o como te llamas solamente y fueras una sola, y estuvieras cerca y yo también.
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