Tengo 24 años y de todo lo que he visto, olido, tocado, probado, escuchado, sentido y presentido, de todo lo que encuentro bajo el sol, lo que más me sigue maravillando –tanto por su práctica ausencia en mí como por su abundancia a mi alrededor– es la esperanza. Me resulta increíble mirar a personas que, en medio de las situaciones más inverosímiles –y en este caso inverosímil puede ser sustituido por deprimente, fatal, terrible o algo así– se mantienen con ánimos. Y no hablo de esas personas que niegan la realidad y parece que se tomaron 45 redbulls y una línea de cocaína, no. Me refiero a esas personas que después de quejarse, suspirar, llorar ligeramente y berrear a moco tendido –en estricto orden de aparición según he constatado–, terminan secándose las lágrimas con una servilleta mientras aseguran que todo va a estar bien, que todo va a mejorar. Primero Dios.
Y no me malentienda querido lector o lectora; sé que todos necesitamos darnos ánimos, encontrar algo en qué pisar, algo en qué apoyarnos para levantarnos y seguir de nuevo, no es eso. Lo que me maravilla es la aseveración, esa convicción de que secreta pero tangiblemente todo se va a ordenar, todo va a funcionar como yo espero y hasta Dios mismo hará lo que yo digo que debe hacer. Como si todo fuera tan fácil. Como si todo dependiera de mí, o mejor dicho de mi simple cambio de actitud, de mi buen ánimo, de mi sonrisa final. De la capacidad histriónica que yo tenga para imprimirle verosimilitud a mi frase esperanzadora.
Lo constato una y otra vez: esta forma de ver el mundo termina deprimiéndome en lugar de animarme. Me deprime pensar que en realidad las cosas son mucho más complejas, que en el mundo debe haber miles de gentes con esta misma actitud que mañana se darán cuenta de que no importa cuánto se esfuercen, cuánta esperanza y optimismo y ánimo y ganas –frase tan patética y vacía de significado real esa de "echarle ganas" a las cosas– le agreguen a su vida, las cosas simplemente no serán como ellos esperan. Me aterra pensar que tal vez yo soy una de esas personas, uno de los miles –tal vez millones– de Charlie Browns que pueblan el mundo, que habitan la tierra sólo para funcionar como ejemplos de lo que no se debe hacer, para que la gente nos mire y, moviendo la cabeza en señal de desaprobación, les diga a sus hijos que aprendan de nosotros, de lo que no se debe hacer.
Por eso no sé que hacer cuando en medio de un problema alguien se acerca a mí para platicar. Desde el fondo de mi corazón quisiera poder decirle a esa persona que no se preocupe, que todo va a estar bien, que al final todo saldrá tal como lo espera, pero, carajo, soy demasiado moral como para decir eso sabiendo que no es cierto. Tengo ganas de decirle que se prepare porque siempre se puede estar peor y generalmente nuestras vidas tienden a dirigirse inexplicablemente a ese punto de lo peor insuperable, como la segunda ley de la termodinámica; todo el calor tiende a enfriarse, toda la vida termina en muerte, toda alegría terminará por deprimirte. Pero qué clase de amigo sería si dijera esto?
Al final, no queda mucho más que afirmar con la cabeza y quedarse callado, esperando que, como un amigo criticón y fatalista dice mientras ve sin esperanzas a su equipo, esta vez Dios y la esperanza nos callen la boca. O por lo menos que no se ensañen tanto –otra vez– con nosotros.
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