Martes, 16 de diciembre de 2008
11:39 p.m.
Encuentro que, en la generación de nuestros padres -padres de los niños de los 80's, padres nacidos en los 50's y principios de los 60's-, pocas cosas generan un sentimiento tan contradictorio como el mundial de México 1986. Que una generación pueda gozar de un mundial en su propia ciudad es sin lugar a dudas digno de memoria; pero que una generación mire dos mundiales -en dos momentos diametralmente distintos- puede, aunque parezca lo contrario, ser contraproducente. Miremos como ejemplo a mi padre. Él nació en 1961, por lo que para el mundial -que se celebró en junio-julio- tenía 8 años. Dice que fue a dos partidos en el estadio de Puebla, y como es de suponerse, marcaron su niñez. Dioses brasileños, Guerreros alemanes y soviéticos aderezaron sus partidos en la calle. Pelé se coronó en México, y mi padre lo miró alzar el trofeo, al menos por su entonces novedosa tele.
Y ahora vayamos adelante en el tiempo. 1986. Mi muy reciente padre -yo miro el mundial, si es que tal cosa es posible, con 10 meses de edad- tiene 25. Imagino el gran choque sentimental, la revoltura de ánimos que un nuevo mundial puede causar en el aficionado. Ya no se emociona con el juego, ahora lo mira serio, casi milimétrico, y no puede evitar comparaciones. Dicen que Diego Armando Maradona no es humano, pero la imagen de un chaparro blanquiazul no puede compararse con el gran Pelé. El de los pies de caoba dientes de marfil, el que al encarar al defensor lo hechizaba, lo deshacía con sólo la mirada. No, no hay comparación alguna.
Pero, Argentina gana el mundial. Argentina mancilla la memoria de los niños hoy padres. Y no sólo eso, la picardía de los de abajo -del mapa- es tal, que destruye, hace que truene el engranaje defensivo de todo un reino -léase el Británico-, que hace sufrir a los guerreros del tormento blancos negro y amarillo. No puede ser posible. No en la casa de mi padre -léase con referencia bíblica-, y no por hombres que nos dicen vos en vez de tú, hombres que hablan lo que nosotros pero no como nosotros. Y no con esa altivez, con esa superioridad ostentada ahora con los pies -y con la mano.
11:39 p.m.
Encuentro que, en la generación de nuestros padres -padres de los niños de los 80's, padres nacidos en los 50's y principios de los 60's-, pocas cosas generan un sentimiento tan contradictorio como el mundial de México 1986. Que una generación pueda gozar de un mundial en su propia ciudad es sin lugar a dudas digno de memoria; pero que una generación mire dos mundiales -en dos momentos diametralmente distintos- puede, aunque parezca lo contrario, ser contraproducente. Miremos como ejemplo a mi padre. Él nació en 1961, por lo que para el mundial -que se celebró en junio-julio- tenía 8 años. Dice que fue a dos partidos en el estadio de Puebla, y como es de suponerse, marcaron su niñez. Dioses brasileños, Guerreros alemanes y soviéticos aderezaron sus partidos en la calle. Pelé se coronó en México, y mi padre lo miró alzar el trofeo, al menos por su entonces novedosa tele.
Y ahora vayamos adelante en el tiempo. 1986. Mi muy reciente padre -yo miro el mundial, si es que tal cosa es posible, con 10 meses de edad- tiene 25. Imagino el gran choque sentimental, la revoltura de ánimos que un nuevo mundial puede causar en el aficionado. Ya no se emociona con el juego, ahora lo mira serio, casi milimétrico, y no puede evitar comparaciones. Dicen que Diego Armando Maradona no es humano, pero la imagen de un chaparro blanquiazul no puede compararse con el gran Pelé. El de los pies de caoba dientes de marfil, el que al encarar al defensor lo hechizaba, lo deshacía con sólo la mirada. No, no hay comparación alguna.
Pero, Argentina gana el mundial. Argentina mancilla la memoria de los niños hoy padres. Y no sólo eso, la picardía de los de abajo -del mapa- es tal, que destruye, hace que truene el engranaje defensivo de todo un reino -léase el Británico-, que hace sufrir a los guerreros del tormento blancos negro y amarillo. No puede ser posible. No en la casa de mi padre -léase con referencia bíblica-, y no por hombres que nos dicen vos en vez de tú, hombres que hablan lo que nosotros pero no como nosotros. Y no con esa altivez, con esa superioridad ostentada ahora con los pies -y con la mano.
Tal vez por eso los mexicanos de hoy, padres e hijos, detestan tanto a los argentinos. No es, como se ha querido entender, una relación de inferioridad-superioridad, ni el hígado ni el paladar dañados por el chile que no soportan la falta de sazón del argentino. No. Se trata de la falta de respeto a la niñez, a los mejores días, los días de calles en bicicleta, de balones de cuero y pantalones rotos. Se trata de la mano que nos arranca los recuerdos. Mano de dios, tal vez, pero mano sin lugar a dudas despiadada.¿Para qué todo este cuento? Pues para comentar que ayer, después de comprar un poquito de café en el mejor expendio de Puebla -léase café aroma- volví a pasar por los saldos de una librería muy cerca. El resultado, un librito editado por el país y Aguilar, llamado "Los cuadernos de Valdano".
Todo este discurso para recordar que, aunque Maradona era -es todavía para algunos- el semidiós en turno, el grande de batallas, Valdano es y sigue siendo uno de los ya muy pocos caballeros de las canchas. Maradona es el ídolo que soñó Nabucodonosor, pero a la inversa: Pies de oro, rodillas de plata, torso de bronce, pecho de hierro y brazos, pero, lamentablemente, cabeza de barro. Valdano es un caballero de hierro, hierro forjado por las canchas, por la elegancia de las horas frente al marco, los trazos largos y recepciones impecables. Valdano es el argentino que nos hace pensar que hay una excepción a la regla de la argentinidad -y otro es Nico Abadie, saludos, Nico-, que nos deja ver un partido entre México y Argentina sin echarnos en cara las carencias, sin regodearse en el triunfo, pero sin demeritarlo. Es el argentino que te dice tú, porque conoce las palabras, y porque sabe que con vos el tono de la voz le tiene que cambiar. Y no le importa.
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