jueves, 4 de febrero de 2010

Consuelo de los lentos o It's all about the rythm

Una cosa que me llama mucho la atención de la prepa en la que doy clases es que hay varios alumnos con más edad de la que yo tenía cuando hice la prepa. Privilegiado por el calendario, entré a la primaria con cinco años, a la secundaria de 11 y de catorce años a la prepa y, una semana después, cumplí 15. Tenía 17 años el primer día de la universidad y en algún momento, joven y altivo como era –como sigo siendo aunque en menor medida– dije que, al ritmo que iba, sería doctor antes de los treinta. Supongo que en algún momento algo hice mal, o me falló el cálculo, porque parece ser que, si me va bien, tendré maestría en "algo" –no se me ocurre aún en qué– cuando cumpla treinta.
El asunto es que semestre anterior le di clases a un chico que cursaba el primer semestre con 18 años y se notaba que veía las cosas de una manera diferente. No que fuera más responsable o que se viera más adulto. Simplemente parecía disfrutar más la escuela. Nunca le pregunté por qué había repetido curso –porque repitió primero dos veces–, pero me parecía francamente envidiable la oportunidad de ver las cosas con más calma, de descubrir que, si bien suena feo decir que se está repitiendo año o que estás atrasado en tiempos, en realidad no pasa absolutamente nada.
O tal vez sí. Pasa que empiezas a darte cuenta de que terminar la carrera, la maestría, el posdoctorado, y no sé que siga después, no significa gran cosa. La vida estudiantil es lo más sencillo del mundo. Sí, tienes que esforzarte, tienes que cumplir y hacer cosas que no quieres, pero vives cobijado por algo más grande que tú. Extiendes indefinidamente la casa paterna, la comodidad de pensar solamente en ti sin criticarte en realidad. Pasa que te das cuenta de que un doctor en ciencias, en lingüística o teología no es, en realidad, muy diferente a ti salvo en el hecho de que en algún momento decidió que su vida iba a ser fundamentalmente académica y que para él, a diferencia tuya, las cosas y los tiempos se acomodaron.
Y, sobre todo, te das cuenta de que ellos, a diferencia de ti –y definitivamente eso no te hace mejor sino hasta tal vez al contrario–, no han probado la síncopa, el ritmo semilento de bailar de madrugada en algún lugar de mala muerte, el ritmo casi inexistente de cuando se acaba la música y tú sigues bailando, con las caderas pegadas a otras caderas, con el cuerpo entrelazado al propio ritmo, no porque así lo quieras –porque en el fondo así es, así lo quieres– sino porque no te queda de otra más que moverte al ritmo exacto, con la cadencia necesaria, o bien, derrumbarte a media pista, a media calle, a media vida.

http://www.youtube.com/watch?v=yPb_U-4_Eng


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