Camino por la calle que lleva a mi casa. Todos los niños juegan aquí. Generalmente futbol, o carreras en la bici. Este día están inovando: batalla de piedras. No sé cómo se configuraron los bandos, pero cuando paso frente a ellos y me les quedo viendo feo para que no se les ocurra apedrearme, me doy cuenta de algo. En uno de los bandos están agrupados los niños que dicen groserías. Son más agresivos, y no dan tregua. Aún mientras paso lanzan piedras, agitan las manos y gritan leperadas. Yo también jugué a la guerra de piedras. Pero era del otro bando, del que no decía groserías. Es decir, sí, las conocía, sabía en qué momento se usaban, pero prefería no hacerlo. Y recuerdo que mi bando de batalla se configuraba igual: los que no decíamos groserías éramos valientes, intrépidos, a veces hasta salvajes y casi militarmente precisos. Pero al final de cuentas, ahora que lo pienso, siempre estuvimos de alguna forma en desventaja. Nuestro grito de batalla era un alarido, un grito que se asemejaba al coraje. Ellos nos gritaban "chinguen a su madre", o "putos", y nuestro grito, por más fuerte y aterrador que pareciera, siempre se quedaba corto ante sus palabras.
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