jueves, 2 de octubre de 2008

pertenencia[s]

Hay que tener cuidado con lo que se dice. Definitivamente. Uno no puede andar por la vida diciendo cosas sin saber realmente lo que significan. Este es, significativamente, el segundo intento por escribir este post. El primero se borró, misteriosamente, en la computadora de mi papá. En general, es para reportarle al querido diario, que el domingo entraron a la cas de Xalapa, y se llevaron algunas cosas. Pocas cosas, en realidad. De hecho, sólo se llevaron algunas alhajas de mi madre -que aunque costosas, no son artículos de uso diario que digamos-, y mi mochila, con mi música, mi trabajo de tanto tiempo, mi nombre y apellido, y mi orgullo. Nada más. En general se podría decir que es una coincidencia, pero he sospechado que es una llamada de atención directa para mí.
Como muchos de los amigos que revisan este blog sabrán, soy cristiano. Protestante. Y no sólo eso, sino que soy hijo de pastores-misioneros, hijo de la Fe y de la lucha por la Salvación. Durante mucho tiempo, renegué de eso. Pero ya no. Desde hace algún tiempo me he dado cuenta que no tengo más sentido de pertenencia que ese. Pertenezco a un pequeño grupo de niños que nacieron y crecieron en la Iglesia, que fueron obligados -obligación de niño- a entregar la infancia para ayudar, al menos indirectamente, al otro. Niños que probaron la pobreza de espíritu, los casi veinticinco cambios de casa, el pan de dolor comido con ganas, con alegría.
Sin embargo, llega el momento en el que no nos queda más que decidir por sí mismo. Llega el momento en el que, hay que ceñirse e ir a donde se debe, o a donde se quiere. O no ir. En mi caso, ese ha sido el tema general de los últimos años. No ya saber quién soy, sino asumirlo. Dejar de ser el tibio, el vomitado, decidirse de una vez por todas. Y siempre han habido empujones. Pequeños, golpes -como en los heraldos negros- que me hacen acercarme cada vez más hacia donde debería, pero con miedo a quedarme ahí, con miedo a la completitud, al silencio, a la alegría.
Este fue un golpe certero. Golpe al orgullo, golpe a la esperanza si es que quedaba alguna. A la esperanza, la misma que pretendía motivar un poemario, precisamente hijo de la esperanza. Y he de confesar que no sabía lo que decía. Hasta ahora. Hasta ahora que tengo el estómago vacío y tantas ganas de vomitar, ahora que las manos me tiemblan un poco y que siento los ojos hinchados como si hubiera llorado, sin parar, por años. Ahora que siento que no tengo nada, nada que perder, pero tampoco nada que ganar. Acaso la Fe. Pero no la esperanza en algo claro, sino la simple concesión de Dios a los mortales, la sola posibilidad de Job para morir antes de tiempo.
Pero ahora ni eso. Ahora solamente el silencio, cruzarse de brazos y sentir que todo está tranquilo, que hay tanta paz cuando no hay nada que cuidar. Eso era el Dossier: Desesperanza, un versículo de las lamentaciones de Jeremías: Ponga su boca en el polvo, por si aún hay esperanza. Por si quedaba duda. Ya no hay.

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