Llegar a Xalapa, ocho de la noche, y reconocerse en Xalapa por primera vez desde hace tanto tiempo. Llegar a la terminal de autobuses y caminar hasta la parada, mirando de a poquito -para no indigestarse- todo lo que se puede ver a esas horas. Y encontrar el aire oscurecido, pegajoso, espeso, aire que hace bailar una pequeña lluvia, minúsculas agujas que practican la acupuntura de los días en nuestras caras. Una lluvia que no se mira, pero que se siente al cruzar la calle, que deja el rastro implacable en los labios, en la ropa en los cabellos. Una lluvia mojatontos, porque todos somos tontos, pero sabemos que es más tonto el que camine por las calles con paraguas, porque esta lluvia se disfruta, se siente y no se niega a nadie. Esto, señores, es Xalapa. La ciudad en donde siempre he sido niño.
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