jueves, 25 de septiembre de 2008

algo

El martes pasado por fin ocurrió lo esperado. Lo esperado a medias, porque parecía que una vez más, y como siempre, la situación se me iba de las manos. Lo esperado por nadie más que por mí, y qué importa si nadie más lo espera. El martes finalmente, después de casi un mes de conocerla y quien sabe cuántos más de haberla visto, en la tarde de biblioteca grupal, computadoras al frente, de haberla visto sentada frente a alguien más, inalcanzable, morena y deliciosa aunque sólo sea de lejos. Niña morena y agil de Neruda. Grupa apretada de Lizalde. Culito de pantera, del autor de la novela que leía Renato. El martes, sí, y apesar de ser el martes, le dije que me gustaba mucho, con las piernas temblando, justo como los niños de primaria.
Consabida es, al menos para mis buenos compañeros de andadas y milicia, que me amilano frente a la mujer desconocida. Y bueno, el hecho de que desde ese día que la miré por primera vez hasta la tarde que caminé tras ella y la alcancé y a trompicones le invité un café que ella no puede beber hayan pasado meses, no es pues para sorprendernos. Finalmente así ha pasado desde siempre, las miro, me miran, y me acobardo, se van o se regresan, o simplemente no las vuelvo a ver. No que se me olvide, no, porque cada mujer que me gusta y a la que no le hablo nunca es una espinita en el orgullo. Lo interesante -quizás lo increible- es que sí le haya hablado, y que no me haya ido por la tangente. Generalmente termino buscando pretextos que se convierten en los motivos, generalmente trabajo en común o alguna tontería. Pero esta vez no. Esta vez ella, justo en la misma calle en la que la alcancé para invitarle un café, me preguntó ¿por qué? Por qué me invitaste el café. Y yo di rodeos, le dije cómo había sido que la seguí, cómo luisito me dio la bendición y cómo la alcancé. Pero ella no cambiaba la cara. Me miraba solamente, sin expresar nada, sólo esperando. Hasta que le dije, le dije que me había gustado mucho desde el primer día que la vi. Ella no se inmutó. Llegamos justo en ese momento a la puerta de su casa, y me dijo que ahí era. No dijo nada más. Se despidió de mí, un beso en la mejilla, y me dijo que la próxima semana nos podíamos ver, en la tarde o en la noche. Y nada más.
Y eso, precisamente, es lo que me tiene intrigado. Que no haya dicho nada. He especulado, que si lo tiene todo calculado, que si sigue viéndome es porque le interesa, que por lo menos habrá otro intento. Tengo que llamarla, que verla, que reconocer mis palabras en su cara. Y sobre todo quiero aprenderla, porque sí, porque, como cuando le invité el café, me gusta mucho. Mucho. Y que no me tiemblen las piernas

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