Cosas de hombres
domingo, 10 de agosto de 2008
01:22 a.m.
Hoy ha sido el último viaje de mudanza. Y lo he disfrutado al máximo, aun a pesar de que las manos ya me duelen y que las rodillas se me entumieron. Y es que muy pocas veces tengo la oportunidad de pasar tanto tiempo con mi papá. De hecho, las últimas dos o tres semanas he pasado mucho más tiempo con mi papá que en todo el año que las ha antecedido. Siempre tenemos cosas que hacer, cosas diferentes, cosas diametralmente opuestas y contradictorias. De hecho, he llegado a creer que casi no tenemos nada en común. Él es práctico, hábil con las manos para cosas de hombres, come como hombre, y detesta todo lo que no entre en su definición de hombre. De hombre de bien, hombre moral, hombre cristiano. Yo soy complejo por herencia, torpe como pocos para los menesteres de herramientas, y digamos de gustos dispersos. Y sin embargo hay una cosa que siempre nos une. O, mejor dicho, tres cosas:
La primera es la fe. Y es que a pesar de las pequeñas divergencias en las prácticas, nuestra fe es la misma. O mejor dicho, heredé su fe y ahora la mantengo. Él es comprometido, seguro de la fe, trabaja por la salvación y por el Reino de los Cielos. Creo que muy pocas veces lo he visto dudar, muy pocas veces claudicar. Por mi parte, yo he dado vueltas y vueltas, y muy pocas veces he estado la mitad de decidido de lo que él está.
En segundo lugar, una de las cosas más importantes para ambos, el vínculo primero: los deportes . Él estudió para profesor de educación física, no por el compromiso con los niños, sino porque era bueno para los deportes. En el camino, se hartó de tener que lidiar con hijos ajenos y se dedicó a otra cosa. Pero los deportes siguieron siendo prioridad. Él me enseñó a jugar prácticamente todos los deportes, y además me enseñó a mirarlos, a disfrutarlos escépticamente, en silencio, a no abaratar los elogios ni las expresiones de alegría. Me enseñó a escuchar en la radio los programas especializados; de fútbol, de beisbol, de box. Y en el camino de regreso, justamente, nos encontramos con un programa de esos que quedan pocos, en la línea de batalla, programa dedicado a la lucha de a de veras, la lucha no de famas sino de hombres, de cuerpo a cuerpo a ras de lona, lucha de héroes, de caballeros con máscara. Me enseñó a jugar tenis, frontón, a nadar los cuatro estilos, a jugar voleibol. Y sobre todo, el futbol, el juego de la memoria de los hombres. En el camino de ida y vuelta, escuchamos, sin parar, el 730 de AM, estadio W. Escuchamos partidos, escuchamos repeticiones, todo en silencio, con sólo breves comentarios que pensamos mucho antes de soltar.
Finalmente, la comida. No cualquier tipo de comida, la comida de hombres. Comida que sólo a veces soporto. Nada de verdura, nada de complejidades internacionales. Comida de hombre. En los trayectos hemos parado a comer en los tacos joven, un puesto de tacos de canasta; las tortas de la Covadonga, eternas compañeras del paso a Perote; los tacos de bistec de por la casa, nocturnos y al carbón; y el asadero de Darío, un lugar en la Joya, merendero de choferes y viajeros sabihondos -nunca turistas-, donde por 60 pesos se come carne de res, cerdo, pollo y conejo.
Nada de mujeres. No se habla de ellas, no se piensa en ellas, no se recuerdan sus modales. Se hace lo que los hombres hacen. Hablar poco, manejar, no pensar demasiado. No pensar que cuando lleguemos a casa, estará la ensalada lista, y tal vez lasagna o paella o chop suey, o alguna de esas cosas que las mamás preparan cuando los hombres regresan a casa. Lo comeremos en silencio, pensando todavía, en el plato de daríos, en los jugos proverbiales de la carne. Y en el silencio que reinaba entonces.
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