Finalmente ayer he podido recoger -es decir pagar- mi bicicleta del taller. O mejor dicho, mi papá, viejo mago de las cosas que me faltan y que vino a visitar a algunos clientes, llegó a casa, preguntó por ella, y tras liquidar la cuenta del servicio la trajo consigo. Hoy tenía junta con R para ver cosas de trabajo, y quedamos en vernos en cierto café fresa de colores verde y blanco en el principio de la recta a Cholula. Así que regresé de trabajar, conté mi dinero y me di cuenta que no me alcanzaría para pagar un café de esos, miré mi bicicleta ahí, recargada en un sillón sin asientos que heredamos del anterior inquilino, toda verde y limpia, recién aceitada y con las llantas hinchadas de aire, y no resistí la tentación de ir al café en ella. Huelga decir que hace ya un buen tiempo que no uso bicicleta, y, como era de esperarse, ahora escribo este post con las piernas todavía un poco temblorosas, aún a pesar del baño bien caliente que lo cura todo. Pero eso no es realmente -al menos no del todo- el motivo del post. Es sobre todo, y más que la contribución ecológica que hice hoy para salvar al planeta, el hecho de caer en la cuenta de que a fin de cuentas, las Cholulas son pueblos bicicleteros. Ni más ni menos. Hasta San Andrés, pueblo internacionalizado por la UDLA, sigue guardando la esencia de pueblo bicicletero, pues aún a pesar del carril especial para bicicletas, los verdaderos hábiles del manubrio circulan esquivando carros, de preferencia en sentido contrario de los autos. Pero sobre todo, me llamó la atención el hecho de que, a juzgar por los fenotipos adivinables y las vestimentas, la mayoría de los ciclistas son o bien extranjeros ahorrativos y saludables, o bien personas trabajadoras, mexicanas, que por razones que obviaremos decir no pueden pagar un carro. No son prejuicios, las cosas por su nombre, los pobres somos eso, ni más ni menos que pobres. Todo esto me llegó justo mientras entraba al estacionamiento -para autos, obviamente- del susodicho café, y ponía mi bicicleta a la entrada, para después sentarme en la banqueta para esperar a R. La gente, subida en camionetas enormes, 8 cilindros inyección electrónica, monstruos de la gasolina, me miraban sentadito, ahí, con mi bicicleta. Se siente feo, de veras. Y no porque me avergüence de mi bicicleta o de mi condición de muerto de hambre temporal, sino porque en México las cosas son así. Los ricos son ricos porque tienen la posibilidad de derrochar, de gastar a diestra y siniestra, de sacar el cobre aunque no se necesite. En México las tortillas se van a compran en auto, a pesar de que la tortillería esté a tres calles de la casa. Porque sí, porque puedo, porque quiero, porque tú no tienes. Y si alguno sale en su bicicleta, lo hace para hacer ejercicio, porque así lo quiere, porque le parece interesante eso de emular el Tour de France, utilizan casquito y a veces hasta se ponen la gloriosa licra amarilla. Nosotros los pobres, en diferentes grados, pero pobres al fin y al cabo, utilizamos la bici porque no hay de otra. Seamos honestos, se me terminó el dinero del pasaje, y entonces me voy en bici. No hay opción. Es muy interesante ver cómo los albañiles, después de al menos 8 horas de jornadas, o mejor dicho de joda, salen rumbo a casa en bicicleta, pedaleando de lo más tranquilos, y cómo las mamás llevan al niño agarradito, cómo la gente aguanta tanto. Me parece pues, que nos engañan. Y en esto pienso en la tesis de Daniel. La idea corriente supone que los pobres son sucios porque son pobres, y son pobres porque son sucios-su trabajo trata de eso- pero los que más contaminan son los ricos. Un rico por carro. Cuarenta pobres -o más, dependiendo de la necesidad del chofer y de los retardos disponibles en la escuela o el trabajo- enlatados en un microbús. Algunos cientos de ricos encerrados cada uno en su carro, en medio del más temible de los embotellamientos a la hora pico. 50 millones de pobres volviendo del trabajo en el transporte público, y en el mejor de los casos, esquivando carros en los bulevares, montados en sus bicicletas, pedaleando como si nada rumbo a casa. Nomás.
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