Siempre he admirado a aquellos que, ya por azares del destino, ya por la sistemática reflexión del ejercicio poético o literario, han logrado entenderse, reconocer una personalidad, una voz poética que los identifica, o al menos les permite entender de qué pie cojean. No es que admire a aquellos que viven de y para la definición estética en otros -aunque pueden ser la excepción, como Heidegger-, sino más bien me llama la atención el grado de conocimiento propio, el ejercicio tan doloroso de saberse por completo, de encontrarse con los demonios internos y preguntarles cómo me veo, cómo me queda esta camisa, si combina con el pantalón.
En mi caso, la dificultad radica, primero que nada, en la autodefinición, o la aceptación de que soy poeta. Sé que quiero ser poeta, pero no estoy seguro de serlo ni de cómo lograrlo. Y esta aceptación se ve agravada por lo poco que he podido ver, por una especie de protoclasificación del artista, hermano del poeta y cuñado del escritor. Lo difícil no es clasificar a otros, y tal vez ni siquiera sea ubicarse en una de las casillas de la clasificación. Lo difícil, en mi caso, es la resignación.
Así, encuentro tres tipos generales de artista. Y nótese que esta clasificación no tiene ningún tipo de pretensión académica, sino que simplemente es un ejercicio de ordenamiento de la experiencia y las percepciones.
Entonces, primero encontramos a los artistas mayores, que del caos crean un ser sublime superior. Artistas del tipo divino, pequeños dioses como diría Huidobro. Los contemplativos, llenos de visiones en medio del desierto, los que escuchan voces y simplemente se dedican a recopilarlas. Obviamente, William Blake. Obviamente Friedrich Hölderlin. Obviamente admirables. Hay algún poeta así en nuestros días? (Tal vez Efraín Bartolomé).
Los artistas que "ennoblecen", subliman o simplemente transforman su entorno. Aquellos que de entre lo estéticamente feo, lo repugnante, o hasta lo indiferente, logran crear algo, que en sí mismo tiene vida, una especie de ser circular y autónomo que trasciende el entorno de la generación en la que se circunscribe. Aunque me duela, Allen Ginsberg está cerca de esto. Y ahora que he terminado de leer "el loro de Flaubert" de Julian Barnes, casi me aventuraría a contar entre estos a Don Bobary. En nuestros días, nadie mejor para transformar la rosa en sapo, el odio padre de los odios, que Eduardo Lizalde
Y por último, Los cotidianos. Que no crean el arte, ni lo reciben como don divino. El talento, radicaría en entender esa cotidianidad, en crear no la obra misma, sino el sistema estético -o la conmiseración, o la risa amarga- que conciba obras de magnitud media baja, poco sobresalientes , y las explique de manera tal que sean una completitud en sí mismo. Son los profetas menores, admirables por ser menores. Son los poetas patéticos, los lamentablemente irónicos a costillas de sí mismos. Nicanor Parra por ejemplo.
Y no digo que uno deba ser siempre de tal o cual forma. Sólo creo que cada quién tiene sus tendencias a la contemplación, a la intervención o a la autocompasión, por decirlo de alguna manera.
Por mi parte, si tuviera que ubicarme en mi propia clasificación, sin lugar a dudas, me encontraría entre los patéticos, los que producen lástima. Los comediantes trágicos, que saben que ya ni lamentarse es bueno. Pero bueno, consuelo de tontos: tengo la certeza de que no me quedaré calvo, al menos no por un buen rato.
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