Ayer me enteré de que siempre sí tenía que terminar –hacer, pues– una ponencia que inventé sólo para poder enterarme de cuándo venía Ernesto Cardenal a Puebla. Ayer –y hoy– tuve que hacerla. Comencé a las 00.30 y terminé a las 4.30. Dormí 3 horas, como en los mejores tiempos. Fui puntual, no colapsé de nervios y leí aproximadamente bien. Hubo un poco de público –como 30 personas, que es muchísimo si se compara con la media de 5 para las demás ponencias– pero obvio que estaban ahí para ver a Cardenal. Al final no hice el ridículo y eso es más que suficiente.
Lo verdaderamente triste fue que tuve que leer con el autor de los poemas que analicé frente a mí. Mi héroe poético estaba en frente y yo sólo hablé de contemplación, ánima y sí mismo en su obra. Me sentí como un tonto. Quería decirle a Cardenal que en realidad yo no soy ése, que sólo lo hago porque no puedo hacer otra cosa en la vida. En algún momento pensé que sería mejor si leyera uno o dos poemas, esos que se parecen a los suyos, que existen en gran medida gracias a los suyos. Pero no lo hice y cuando terminé de leer él dijo que le había parecido bien, a secas. Seguro le dice a todo el mundo lo mismo. Seguro que no le interesa en absoluto lo que digan academicuchos de cuarta como yo, que le piden que le firme toooodos sus libros y que le dicen que lo admiran, que lo estiman. Que lo quieren tanto. Después de tantos años, debe ser un poco aburrido.
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