Con tanta euforia reprimida por cuatro años, con los comerciales "mundialistas" destrozándonos los nervios desde hace varios meses, con la enorme marejada de programas de tv que, en el afán por lo novedoso rayan en el cliché ridículo, irrespetuoso y xenofóbico, con el resultadismo que nos acecha –no sólo en el futbol, la cosa más importante de las cosas no importantes como dijera el papa, sino en la vida, tan llena de diplomas y papelitos costosos–, con la suciedad política y la falta de ética de la iniciativa privada para manipular nuestros sentimientos, a veces se nos olvida que el futbol es un juego que todos podemos jugar. No todos podemos jugarlo con la picardía de Messi, con la elegancia de Zidane –alguien se burló de mí por decir en un poema que una chica tenía un andar de garza a punto de soltar el vuelo, y ahora creo que tenía razón porque debía, en realidad, ser parte de un poema a zizu–, con el Garbo de Cruyff, la alegría de Ronaldinho, la fuerza de Gatusso o la maestría cuasidivina de Maradona. Cierto. Pero todos, sin importar nuestra torpeza, nuestra inutilidad para prácticamente todos los empleos, nuestra cobardía en la vida, nuestra posición en la escala social, podremos siempre jugarlo.
Basta con que algo aproximadamente redondeado –un balón de 1500 pesos o un bote de frutsi, da lo mismo– se atraviese en nuestro camino, se nos ponga a modo para pegarle con el pie derecho, el muslo izquierdo, el pecho, el talón, la frente, el talón, para que lo intentemos retener en nuestra nuca o en el empeine, para que bailemos como en un ritual, alcemos la cara e intentemos anotar. Qué importa si los que se enfrentan salen con un atuendo tan caro como el de una top model o si todos traen el uniforme de la secundaria, si los zapatos que usan son de 10 tachones o son zapatos negros, cenizos, deshechos de tanto juego. El objetivo es el mismo. Jugar, divertirse, y, más que simplemente derrotar al contrario, hacerle ver que uno es mejor que él. Que juega mejor.
Mañana, México y Argentina se juegan el pase a cuartos de final. México tiene, como en los medios se han cansado de decir, una de las mejores generaciones de futbolistas. Dos porteros jóvenes dignos de los mejores equipos, una línea defensiva fuerte, hábil con el balón, elegante. Cuatro extremos que, sumadas sus edades, no superan los 100 años, y que hacen un futbol alegre, frontal, atrevido. Un delantero que sonríe y que corre rapidísimo, pero que sobre todo, sabe hacer goles. Sin embargo, muy lamentablemente también tiene en la banca a un grupo de viejos amargados que pretenden hacernos creer que con simplemente gritar, hablar fuerte, decir groserías y hacerse los valientes es suficiente. Un técnico cobarde que en el discurso es un guerrero pero en la práctica es –como dijo Maradona de Lavolpe– un vendepatrias, un interesado; un auxiliar empecinado en borrar de cada lugar que pisa todo rastro de buen futbol, un vejestorio que tuvo sus buenas épocas, pero que pertenece a un equipo de segunda división –no nos engañemos con eso de la primera "A", lo que no es primera, es segunda o tercera– y vivía en la fiesta.
Y sobre todo, un grupo de medios de comunicación que ha utilizado hasta el hartazgo cada milímetro de humanidad en el futbol para ponerle anuncios comerciales, una prensa que un día se desvive en elogios sin mirar los errores y al día siguiente hace lo mismo pero al contrario. Un gobierno que utiliza el mundial para distraer la atención de los procesos electorales, de las marranadas que hace diariamente, pero también –no nos hagamos– un país que tiene miedo de autoanalizarse, que tan pronto logra algo, por mínimo que sea, pierde el piso y se vuelve altivo sólo porque en realidad tiene la autoestima por los suelos. Un país que está acostumbrado a depender de lo que otros hagan y que cuando tiene la posibilidad de decidir por sí mismo se acobarda.
En frente estará Argentina. El equipo de Messi, pero también de Higuaín, Tévez, DiMaría, Milito. El país de Borges, de Cortázar, del Che, de Maradona. El país al que los mexicanos sólo podemos mirar o con inconmensurable amor y admiración –al grado de que muchos hasta intentan hablar con el vos y el tenés y podés–, o con un odio visceral, desmedido, irracional, un sentimiento que en los mexicanos sólo los argentinos pueden generar. El país de los sufrientes, de la gente que tan pronto sale de sus fronteras se empecina por hacerle creer al mundo que todo el cosmos conspira contra ellos, tan buenos ellos, pobrecitos. Maestros del engaño, de la manipulación, pero también –tal vez precisamente por eso– maestros del buen futbol.
Mañana juegan México y Argentina. Y yo, que secretamente me declaro afiliado al buen futbol, más allá de las playeras que lo jueguen –aunque prefiero que ese buen futbol lo hagan los Pumas o el Barça–, y que creo que Messi es un grande y que nunca habrá un futbolista como Maradona, seguramente mañana me sentaré frente a la tele y, sin mucha esperanza pero con el prácticamente único impulso patriótico del que sospecho que seré capaz en mi vida, intentaré que mis gritos –"abre la cancha, toca, toca, toda la banda"– sirvan de algo para México. Gane quien gane, espero con todo el corazón que sea con buen futbol. Eso, y que esa victoria no signifique nada más que un juego, un buen juego de futbol.
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