El lunes, después de haberlo apartado desde hace un mes y ya con mi quincena en la bolsa –quincena que, afortunadamente, traía un día más de trabajo–, finalmente compré Vida Perdida, el primer tomo de la autobiografía de Ernesto Cardenal. Debo decir que, aunque lo lógico sería que a estas alturas estuviera un poco harto de él –al menos para mí mismo, que me doy cuenta de que cada vez me cuesta más trabajo poder concentrarme en una sola cosa por más tiempo que el trayecto del camión al trabajo y de regreso–, con cada libro que leo me interesa más y desde diferentes perspectivas; sí, sus epigramas pueden contarse entre los poemas más completos, dulces, ácidos, atrevidos y sobre todo vigorosos de la poesía actual en español, y su Estrecho Dudoso es un ejemplo maravilloso de equilibrio entre poesía e historia –equilibrio que en realidad es una inclinación casi absoluta a la poesía, creo–. Seguro que Gethsemani KY es una obra conmovedora, valiosísima en la experiencia cristiana y que el Cántico cósmico es enorme y majestuoso –me parece que, so riesgo de parecer reducido mentalmente en mi lengua materna, el adjetivo que mejor le queda es overwhelming, algo así como desbordante o sobrecogedor, tan fea palabra la última– sin por eso dejar de ser encantadoramente dulce y delicado.
Todo es cierto. Eso, y que como sacerdote es muy radical, admirable por su compromiso social, por su perseverancia, por su paciencia ante la lentísima –tal vez inmóvil, quién lo podría saber– y muy oxidada maquinaria Católica. Pero me parece que nada de eso es lo más importante. Es decir, nada de eso es importante por sí mismo, sino el conjunto, los casi 85 años del padre Cardenal, la unidad de su vida de su obra, la convergencia de todas las personas que él es en un mismo individuo, sin contradicción. Seguro que sueno a que estoy enamorado de él y que lo he idealizado demasiado –ambas cosas son altamente probables, sí–, pero la verdad es que, a pesar de las barreras geográficas –él tan nicaragüense y yo tan poco arraigado a ningún lado–, generacionales y sobre todo denominacionales –él tan católico y yo tan protestante que nunca podría participar en un culto que involucrara a ninguna virgen–, me siento, más que identificado, maravillado por la manera en que él resolvió los conflictos que a mí, guardando las distancias, también me aquejan.
Seguro que quien me conoce por asuntos escolares, académicos o de índole profesional –jeje, la poetizada, pues– considerará, por lo menos, que o estoy siendo presumiendo, o –más probable– que soy un fraude tanto como poeta como cristiano. Es decir –sin entrar en detalles–, qué clase de cristiano puede ser alguien como yo, tan de doble cara y doble ánimo, altanero, lascivo –aunque no tanto, en realidad–, malhablado, bebedor y egoísta? Y no crea el lector o lectora que exagero, como tampoco exagero al decir que en un concurso de preguntas sobre doctrinas y conocimientos bíblicos seguramente yo le podría ganar a muchos ministros, pastores, líderes y demás guías de las diferentes denominaciones protestantes –aunque me descalificarían por mis acciones, lo más probable. A lo que voy es que resulta muy difícil que alguien que no ha pasado por lo mismo que yo, o al menos algo parecido, pueda entender la complejidad que encierran prácticamente todas las decisiones que debo tomar, y que de alguna manera he postergado. Soy demasiado liberal –por libertino y por libertario–, como para ser completamente aceptado por los cristianos y demasiado mojigato como para decidirme a olvidarlo todo y vivir "normalmente".
Y entonces me encuentro con que Cardenal, tal vez hasta más libertino y al mismo tiempo más religioso que yo, tenía dudas y cuestionamientos prácticamente idénticos a los que yo tengo, a los que he tenido a lo largo de mi vida. Salvo en una cosa; si él se decidía por Dios, tenía que abandonar para siempre –por vocación, porque ya sabemos cómo funciona pragmáticamente el asunto en nuestros días– los placeres de la carne. Olvidar a las muchachas, las muchachas en flor como se llama su capítulo, no sólo a sus novias sino a todas las muchachas. Los protestantes, aunque se casan, también deben –idealmente, de nuevo– dejar de percibir la belleza femenina como una meta personal y ponerla en segundo término, como una belleza más entre todas las de la naturaleza. Lo que me parece intrigante es que Cardenal menciona que Dios siempre le espantaba a las novias, que al final Él hacía que todas sus relaciones acabaran mal, pero no tan mal. Lo suficientemente mal como para no volver con ellas, para seguir buscando, para empezar –de nuevo, muchas veces– desde cero.
Yo lo entiendí, definitivamente porque a mí me pasa muy seguido: un sentimiento de no pertenencia, de jugar a pertenecer pero sin pertenecer del todo. De pertenecer a alguien más. Como si estuvieras jugando un partido que está arreglado, en el que, sin importar cuánto te esfuerces y cuánto se esfuerce la otra persona, vas a perder. Por eso el autosabotaje, por eso las causas perdidas, los enamoramientos platónicos, las muchachas de antimateria. Porque, tal vez muy a mi pesar –al menos así me suele parecer–, le pertenezco a alguien más. A quién, todavía no lo sé –aunque a veces, de forma muy discreta y velada, lo sospecho–, pero definitivamente le pertenezco a alguien más.
2 comentarios:
¡Chícharos!
Es que estos temas y mi corazón y la comprensión. La comprensión y la pertenencia. La Fe.
Ach.
Ya me pusiste a sentir-pensar. De nuevo, buena noche. Buenos sueños.
Y tendría que pedir perdón por eso. o cómo?
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