El poeta es profeta, vaticinador,
como los monos congos que aúllan cuando va a llover.
Eso dice Ernesto Cardenal. Y que conste que no dice el novelista o el ensayista, y tampoco aquel que haga unos cuantos poemas artificiosos y que publique un libro o dos o diez –no todo el que me dice Señor, Señor...–, ni siquiera el Artista. El poeta es profeta, sin que el profeta sea necesariamente poeta. El poeta escucha, lee los signos, profetiza –no adivina–, pero sólo como un mono, con lenguaje de mono. No puede, de hecho, cambiar aquello que vaticina, apenas puede anticiparse al hecho, alertar a los otros de lo que viene y esperar al siguiente vaticinio. Que puede no llegar de nuevo nunca.
El poeta es un mono. Me gusta esa idea. Es un mono que salta, que grita, que aúlla, que para la trompa y enseña los dientes. Un mono que anda en manadas, que huele a las hembras, que se pelea con otros monos para aparearse con la hembra en celo, para convertirse en macho alfa. Un mono desconfiado, que arroja piedras y palos al que se le acerque, o bien un mono domesticado que se acostumbra a que le den de comer casi en la boca. Mono salvaje, de colmillos afilados, de músculos enormes –los hay orangutanes, admirables–, o un mono de zoológico. Un mono de circo, monitos cilindreros que dan pena.
Lo que quiero decir es que el poeta, igual que el crack del futbol, no es, ni será nunca, el hombre perfecto, el hombre modelo. El poeta es fundamentalmente culpable del pecado que le costó la Eternidad a Lucifer, el que cantaba Su gloria y codició tenerla, y por eso siempre estará manchado de pecado. El poeta escucha la voz de Dios entre otras voces –o escucha alguna entre esas otras voces–, y en sus manos está reconocerlo o ensoberbecerse de su propia voz. A la altura de Dios mismo, pero sólo por unos cuantos segundos. Después es arrojado a la tierra, humillado, reducido a lo humano. Su propia redención está en el poema, en el reconocimiento de su lugar –tan insignificante en realidad– como simple semáforo de lo Divino.
Y después de todo, si somos honestos, nadie quiere a alguien que no se equivoque, que sea perfecto e implacable. No en los hombres, pues. Seguramente resulta admirable, sí, que alguien viva su vida sin errores, con precisión milimétrica, que nazca, crezca, que se reproduzca –o no, si somos puritanos– y muera. Que no beba, que no coma en exceso y no se deleite en la comida, que trabaje mucho y ahorre y no codicie nada, que nunca corra riesgos. Porque como mi papá dice, el único que nunca se equivoca es el que nunca corre riesgos. Y el propio Cristo comía y bebía y se alegraba, y siendo perfecto en esta Tierra se manchó como nadie con todos los pecados, y sólo entonces trascendió la Muerte.
Lo que quiero decir es que el poeta corre riesgos, se aventura, y es precisamente en ese atrevimiento que la poesía lo escoge. Como dice Pound, el poeta podrá ser el hombre más vicioso, el más despreciable, un ladrón, un comilón y bebedor de vino, un asesino, un cobrador de impuestos, un fugitivo de la ley, un avaro y egoísta, pero cuando se encuentra con la poesía, entonces nada de eso importa. Wordsworth era un gran poeta, pero estaba demasiado cerca del orden. Por eso preferimos a Blake, por eso a Hölderlin, porque se balanceaban peligrosamente en sobre el riesgo, sobre la cuerda floja de la enfermedad mental. Lo mismo pasó con Maradona, y en menor medida, con Zidane. Ambos hacían poesía, simple y sencillamente porque se anticipaban al hecho. Como si caminaran en otro tiempo, en un segundo antes que el resto de nosotros.
Después se equivocaron, sí, y esa equivocación los regresó al lugar que corresponde a todo hombre. Yo puedo decir, por ejemplo, que soy mejor que Maradona en muchas cosas, menos en el futbol, y eso lo hace casi invulnerable. En su documental, Kusturica dice que, si Maradona no se hubiera vuelto cocainómano, se hubiera vuelto un santo, un hombre sobrenatural, implacable, que trasciende la figura de lo humano y que se vuelve un ídolo. La cocaína lo puso en su lugar, tan hombre como el resto de nosotros.
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