Ayer ha sido, por mucho, el día más productivo de por lo menos los últimos dos meses. Me levanté a las 6 de la mañana, me bañé, me vestí –con mi gorra nueva de cuadritos azules- y me preparé un café. Salí justo a tiempo para llegar temprano a la secundaria en la que doy Español. Las clases, como nunca, resultaron perfectas. Los temas idóneos, los alumnos dóciles, los directores brillosamente ausentes. Regresé a mi casa y comí la pasta con atún y calabacitas que quedó de antier. Suena un poco raro, pero en verdad quedó rica. Yo mismo preparé la salsa que, además de jitomate, ajo, cebolla y albahaca, esta vez llevó zanahoria y apio. Las calabacitas cortadas en tiras largas y delgadas se cocinaron con el atún en la salsa. De verdad muy rico. Más café y a leer un rato.
A las catorce, mi directora de tesis me llamó para trabajar. Hace poco tuvo una operación y no puede manejar, así que quedamos de vernos en su casa. Como toda esta semana he practicado, me envalentoné y me fui en bicicleta. Debo decir que yo vivo en Momoxpan, y ella en Zacapexpan, un pueblito adelante de San Pedro Cholula. Maravillosamente, recorrí 5 kilómetros –medidos estrictamente gracias a las señales de la carretera- en tan solo 40 minutos. Trabajamos tres horas, comimos fruta y queso, dulces italianos y regresé a mi casa. 5 kilómetros más, y sin embargo, regresé con muchas ganas de trabajar. Puse ropa en la lavadora y me metí a bañar. Comí un alfajor que me regaló mi directora –y que por lo demás me sigue pareciendo un Mamut con demasiadas pretensiones-, bebí café, leí mucho para mi tesis, pensé otro poco, y a las veintidós decidí trasquilar poemas.
Y este fue el momento más productivo del día, no porque escribiera mucho, sino porque en realidad pude entender algunas cosas. Primero que nada, me he dado cuenta que escribir es un proceso muy diferente a “hacer” poemas. Y hablo de escribir con intenciones de poesía, no escribir este querido diario, o escribir la tesis. Escribir –con intención poética- es una acción primigenia, una acción no programada, un acto estrictamente personal, despojado de todo glamour, que te permite hacerte de materia prima. El lector me perdonará la analogía –que por lo demás, Cortázar dijo alguna vez en algún lugar-, pero a veces siento que escribir es como hacer caca: un acto tremendamente vergonzoso. Es tan inevitable como desagradable. Y creo que no miento al decir que la mayoría preferimos hacerlo en casa, y mejor si nadie se entera.
Pero hacer poemas es algo muy distinto. Hacer poemas es un poco cocinar la carne cruda, separar el trigo de la cizaña, cortarle el cabello a un hippie. Hacer poemas es encontrar la aguja de oroen el pajar. Después de todo, hacer poemas puede resultar un acto tremendamente placentero, sobre todo si lo logramos, en toda la extensión de la palabra.
Y esto me lleva a preguntarme ¿por qué hago poemas? ¿por qué persistir en hacer algo que no deja nada, por qué emplear tiempo de mi tesis en “hacer ” poemas que nadie leerá? Después de un rato de reflexión –correspondiente al tiempo que empleé en tender la ropa, recién salida de la lavadora- llegué a la conclusión de que lo hago porque no puedo hacer otra cosa. Porque hacer poemas es la cosa que puedo hacer y que me sale menos mal de todas las que he intentado hacer. Si pudiera elegir, preferiría ser un músico virtuoso. Me encantaría poder hacer con un instrumento la música que me gusta, la música que me apasiona. Pero no puedo. Lo he intentado y no puedo. Hay una enorme diferencia entre saber tocar la guitarra o la trompeta y poder hacer la música que se desea. Y bueno, en realidad, no sé dibujar, no sé pintar, no sé esculpir, no sé carpintería ni ebanistería ni forja, no soy bueno con la narrativa, no soy buen actor, no sé disparar una AK-47, y nunca seré como Maradona ni como John Zorn. Así que sólo me queda intentar hacer poemas. A veces, hasta me gusta cómo salen.
Termino este post recordando un día en el que mi papá decidió construir las recámaras en un departamento en el que vivimos hace algún tiempo. Mi papá compró tablaroca y de la nada comenzó a proyectar los espacios. Improvisó unas estructuras de madera y atornilló las tablarocas. Mi hermano, por su parte lo ayudó en todo. Cuando mi papá me pidió que le ayudara a clavar una madera que se había salido de la estructura, tomé el martillo, metí un clavo, luego otro, y luego otro. Después del cuarto clavo, me aburrí. Mi papá se enojó, y me dijo que debía poner por lo menos treinta clavos más. Le dije que sí, pero el aburrimiento no se me quitó, por lo que mi papá me miró de frente, me quitó el martillo, y sabiamente me dijo: Carajo, no sabes hacer nada. Más te vale que seas bueno en eso de escribir, porque si no, te vas a morir de hambre. Más me vale, padre mío, no morir de hambre.
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