martes, 11 de mayo de 2010

Día de las madres, o de la primogenitura y sus secretos

Ayer, en México, a diferencia de muchos países, se celebró el día de la madre, la festividad más hipnótica, primitiva, histérica y sentimental para los mexicanos. Más que navidad, semana santa, día de la virgen, y por supuesto, muchísimo más que la revolución e independencia. Afortunadamente para mí, mi madre es muy comprensiva y muy protestante, así que, cuando no decide que todos los fondos económico-familiares destinados a su regalo se utilicen para subsanar deudas o necesidades del micro-colectivo, después de rondar las ventas especiales de las tiendas, decide que esperemos hasta las rebajas de verano o de invierno.
Pero esta vez mi mamá se decidió a venir a Puebla para visitar a su familia, y de paso, visitarme a mí –lo que en el dialecto familiar significa supervisar mi vida, mi casa, mi cuarto, mis hábitos alimenticios y de higiene, entre otras cosas–. Debo confesar que su visita me puso nervioso porque la última vez que vino se enojó mucho por el tiradero y la basura que guardo en mi cuarto. Afortunadamente, mi tío contrató a una muchacha para que limpie la casa, y aunque no me encanta cómo lo hace, por lo menos la casa se ve limpia. A pesar de eso, todo el fin de semana fue cansadísimo, principalmente porque lo pasamos en casa de su familia. Familia católica, falta de humor, machista, panista [ultra]derechista, y demás etcéteras. Yo, que de por sí no estoy muy acostumbrado a la convivencia –de ningún tipo– con más de una persona, terminé molido y totalmente harto.
Y bueno, el lunes, a pesar de que en la mayoría de las escuelas se decretó día de asueto, yo tuve que ir a trabajar, temprano. Mi mamá desayunó con su hermana y mi abuela, y yo, en calidad de zombie, la despediría en la terminal. Me parecía triste ver los camiones, las banquetas, las escuelas, todo vacío. De vez en cuando se subía un muchacho solo, o un viejito, o una señora muy arreglada, seguramente para ver a sus hijos. Así se me pasó el día. 
Después, ya rumbo a la terminal para ver a mi mamá, me encontré, en el mismo camión, a dos familias de papá-mamá-cuatro hijo/as. Los observé detenidamente. Las mamás, cansadas, miraban a sus familias como desde lejos. Los papás, indefectiblemente, cargaban a uno de sus hijos –el más pequeño, en ambos casos– sobre sus rodillas, y los tres hijos restantes viajaban juntos, casi en fila. Me llamaron la atención, sobre todo, y precisamente porque yo soy uno como ellos, los primogénito/as. Eran dos niñas que, en silencio, miraban las ventanas, la gente en las calles, los hermanos menores. Siempre en silencio. También miraban, de vez en cuando, casi sin que nadie se diera cuenta, a sus mamás. Y entonces la mirada les cambiaba. En vez de ese hastío prematuro –que seguramente les acompañará el resto de la vida, tanto familiar como en otros ámbitos– sus ojos brillaban un poquito. 
Me acordé de eso. Cómo logran las mamás que, cuando tienen un segundo hijo, el primero no se sienta desplazado? Con secretos. Me acuerdo de que mi mamá, justo antes de que naciera mi hermano, me pidió solemnemente –lo recuerdo– que le ayudara a cuidar a mi hermano porque ella no podría sola. Yo me sentí muy importante y me lo tomé muy en serio. Recuerdo justo, el momento en que mi papá llegó a la casa con mi mamá justo después de dar a luz, o mejor dicho, tengo muy vívida la imagen de cuando se abrió la puerta. El día soleado –soleadísimo como pocos después–, y mi mamá demacrada pero sonriente, con un bulto chiquitito en las manos, envuelto con una cobija de baby mink azul.
Y así era siempre. Me acuerdo de las miradas que nos dábamos mi mamá y yo, justo después de ver que mi hermano hacía una travesura o tontería. Ambos lo mirábamos y sonreíamos, y justo a la mitad de esa sonrisa nos mirábamos los dos, con la mirada de complicidad con la que casi nadie más me ha visto. Ella me contaba secretos, me decía cosas que pasarían con mi hermano y conmigo, y yo me sentía muy orgulloso de que mi mamá pudiera contarme esas cosas a mí, sólo a mí, y de que nunca revelaría esos secretos a nadie.
Eran las 12.30, a quince minutos de la salida de su autobús. Y mi mamá, como siempre, me contó lo que había pasado en el desayuno, sus impresiones de la gente, de las cosas, del café que no estaba tan malo y de la tarta de manzana y nuez que me dejó en el refrigerador. Le di las gracias, y nos despedimos, con un beso, y con el silencio de los que tienen muchos secretos.

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