jueves, 22 de abril de 2010

algunos apuntes sobre una posible Ley de la compensación

A veces me parece toda la parafernalia de los diferentes grupos pro-identidad y pro-autoestima –desde los psicólogos hasta los programas de tele para niños– son un gran engaño y que siendo medianamente objetivos y honestos, nadie importa en realidad. Nadie es especial, nadie es indispensable para mover el engranaje de este mundo, nadie importa. De alguna manera, existe una especie de ley de compensación en todo el universo, la misma ley que hace que no puedas hacerle un hueco a un charco de agua, una ley que hace que si no vas a trabajar, si no vas en la navidad a tu casa o si no vas a jugar futbol con tu equipo –ni siquiera si eres el goleador– no pase, fundamentalmente, nada. Sí, probablemente el primer día todos preguntarán por ti, te dirán que hiciste falta y hasta te harán sentir culpable, pero después de un tiempo, inevitablemente, se las arreglarán sin ti. 
Todo el mundo se las arreglaría sin ti. Tu mamá te extrañaría y te lloraría, tal vez guardaría todo lo que un día fue tuyo y te recordaría, pero después de un tiempo se daría cuenta de que tiene otros dos hijos y que ellos sí están. Tu papá, tus hermanos, tus amigos, todos te extrañarían un poco, hasta que un día, de la nada, dejen de extrañarte. En el trabajo buscarían un sustituto, en el equipo habría dos tipos –mucho más talentosos que tú, sin lugar a dudas– que te remplazarían, en tu casa y en tu cama dormirían otros. Ni siquiera las muchachas que alguna vez dijeron que te querían te extrañarán por siempre. Y en tu lugar habrían dos más, o treinta, o cincuenta que hagan, tal vez no mejor ni peor, pero que hagan, a secas, todo lo que tú pensaste que hacías como nadie.
Sólo somos únicos por irrepetibles empieza un poema de Lizalde, pero a mí no me convence. Nos repetimos en otros, en los que nos rodean pero también en gente que no conocemos. Ahora mismo deben haber muchísimos niños –tal vez miles– que son fundamentalmente igualitos a mí cuando yo tenía su edad. Seguramente en la escuela en la que yo estudiaba hay alguien que reproduce exactamente los mismos patrones de comportamiento, las mismas actitudes, los mismos gestos, la misma pesadumbre, la misma cara, el cuerpo, la misma voz. Y tal vez ellos tienen futuros prometedores, vidas perfectas con dos hijos y una casa enorme, tal vez ellos harán cosas que yo no hice. Tal vez ellos decidan en algún momento no ser yo, no tomar mis mismas decisiones, huir en el momento correcto, llegar a la cita esperada. 
Sólo somos únicos por nuestras decisiones, eso sí lo creo. Puede ser que en algún momento tomé una decisión fundamental, un sí –o no– que definió todo lo que he hecho desde entonces. Tal vez fue una elección que hice, ponerme esta camisa y no otra, usar zapatos y no tenis, estudiar esto y no lo otro. Y a esas decisiones le siguieron otras, y otras más, y ahora, nunca existirá la posibilidad de ser otro precisamente por las decisiones. Las decisiones que nos atormentan o que nos halagan, que nos exigen congruencia con las propias decisiones, que son, ellas sí, irrepetibles.

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