miércoles, 23 de septiembre de 2009

zapatitos para el clasemediero -que nunca pobre- niño (Parte 2)


Y reconozco que me importa
ser pobre, y que me humilla,
y que lo disimulo por orgullo.

Rubén Bonifaz Nuño

¡Ah, quién como los hielos! Pero no;
Quién como lo que va ni más ni menos;
quién como el justo medio
César Vallejo

De entre las pocas cosas valiosas que aprendí en el collhi, una de las que más útil me ha resultado es eso de los códigos ampliados y restringidos de Basil Bernstein. A grandes rasgos, el asunto es –y corríjanme si me equivoco– que para Bernstein el desempeño escolar puede verse influenciado por factores económicos, no sólo en el poder adquisitivo para ingresar a las escuelas caras, sino en la adquisición de los registros lingüísticos requeridos en el ambiente escolar. Mientras el niño rico tiene a su disposición diferentes medios y modelos para hacerse de dichos registros, el niño de bajos recursos –y nótese la dificultad para aceptar el tan bonito término, pobre– se ve limitado no sólo por los medios económicos, sino por los registros lingüísticos reducidos de la familia y hasta por la propia escuela.
Seguramente el asunto es mucho más amplio y más complejo, pero para los limitados fines de este post lo dejaremos ahí. Lo que quiero remarcar es el hecho de que se habla de un código elaborado o ampliado y uno restringido, así como en los estudios sociales se suele contraponer a los grupos indígenas –y ojo que no pretendo en absoluto hablar de esos temas aquí– con los "blancos" "occidentales", a los pobres con los ricos, el proletariado contra el capitalista. Siempre los dos lados de la moneda. Y es precisamente en esta polarización en la que nosotros, los mestizos clasemedieros –bajos y ahora casi 2% más bajos– nos quedamos fuera. Dice el gobierno que el impuesto contra la pobreza irá a parar directo al programa oportunidades. Pero y nosotros, los asalariados semi-jodidos, los que no tenemos seguro social ni issste ni seguro popular? Los que tenemos un abuelo indígena que se niega a aceptarlo, casado con una abuela hija de españoles, los que nuestros papás rentan su casa, que fuimos a escuelas públicas y que a duras penas podremos pagar los procesos de titulación –si es que tal cosa alguna vez llega a suceder–?
Hace algún tiempo, justo cuando intentaba identificar una tradición que pudiera decirse mía, que me sirviera de base para escribir poemas, para definirme no sólo como poeta sino como persona –y no es que lo haya logrado, pero al menos ya no me preocupa–, me di cuenta de que soy un desarraigado. Tengo suficiente vello facial como para considerarme parte de la raza de los mandones, pero me hace falta pelo en pecho. No soy español, y tampoco soy indígena. Mi abuelo se casó con una mujer blanca, hija de españoles, porque quería demostrar que aunque era de pueblo podía conseguirse algo mejor que los demás. No heredaré nada, ni terrenos, ni autos ni casas. No soy católico, no soy judío, no soy ateo. Mi tradición protestante comienza hace 25 años, con mis papás. No soy hijo de misioneros americanos. No crecí escuchando música de protesta o rock de los setentas, y ni siquiera chicoché o josé josé. Soy un desarraigado.
Y eso qué? Pues que precisamente, por no tener tradición ni raíz, me encuentro totalmente ajeno a ambos lados de la moneda. Me explico, con el riesgo de pecar de maniqueo, pero encuentro que si fuera pobre por lo menos podría apelar a mi orgullo de pobre, a la resignación ante el hecho de que no tendré acceso a ningún lujo y que me sobaré el lomo por el resto de mis días, no ya para vivir mejor sino para que mis hijos –engendrados por el ejemplo– logren subir en la escala social. Y por otro lado, si fuera rico no me preocuparía por gran cosa, salvo por cuidar mi riqueza para gastarla y que no me secuestren. En cambio, a nosotros, los clasemedieros, se nos ha negado rotundamente el orgullo de ningún tipo. No podemos enorgullecernos de nuestra pobreza honrada, porque en realidad somos pobres codiciosos, que esperamos la quincena –o la beca, guiño, guiño– para gastárnosla en lujos que los ricos consideran cualquier cosa y que nosotros terminaremos sufriendo por no poder pagar. Esos somos nosotros, los clasemedieros, los mestizos, los resentidos sociales, los del canto de la moneda.
Toda esta pequeña y enredada disertación es para honrar a mis queridos compañeros de clasemediería que crecimos codiciando los tenis de marca. Nosotros, los que cada vez que íbamos a comprar tenis soñábamos –literalmente– con usar los mismos zapatos que Jordan, El Shaq o Grant Hill, aunque en el fondo supiéramos que terminaríamos llevándonos a casa la versión semipirata de Charly. Sí, nosotros, los chairos clasemedieros de hoy, usamos charly alguna vez, para nuestra propia vergüenza. Y por eso, no por satisfacción laboral o por compromiso social, por eso trabajamos o estudiamos. Para tener dinero y así sacarnos la espinita, para comer en restaurantes fresas, para beber café en starbucks aunque tengamos que regresar caminando a casa, para tener accesorios combinables y bonitos, playeras de futbol o de marcas trendy. O en el mejor de los casos, realizar la mejor inversión posible, y de paso ahorrarnos el psicólogo, comprar los tenis que quisimos desde niños.

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