miércoles, 5 de agosto de 2009

La vuelta al día en la página –siempre en la página– 63

Nota: Las opiniones aquí vertidas son responsabilidad exclusiva de las manías y frustraciones de quien escribe. Toda aseveración que el lector juzgue poco asertiva contra determinada perspectiva o persona, nace de la poca racionalización –la poca necesidad o la poca práctica de racionalizar– de quien escribe este blog. Sin embargo, quién necesita racionalizar en estos días?

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Existen, por su esencia y naturaleza, por la fuerza empleada, la resistencia y otros parámetros psicofísicos, actividades más intelectuales y actividades menos intelectuales; o, de una manera más pensada, actividades más o menos intelectuales y actividades más o menos viscerales. Leer un libro es, lo hemos sabido desde siempre, una actividad mayoritariamente intelectual. Leer un libro, digamos, de García Márquez, es definitivamente una actividad menos intelectual –y por ende más visceral– que leer a del Paso, a Cortázar –y para el caso, a cualquier escritor con más de dos dedos de frente–, o en el mejor de las suertes, a Borges . Lo intelectual apela al humor, al rompecabezas, a la acidez estomacal. Lo visceral, por su parte, se relaciona primordialmente con el divertimento, la acción certera, el dolor muscular.

Pero existe una actividad que por su complejidad encierra las bondades de ambas categorías. La lectura de baño. Lo suficientemente pasiva y enfocada para ser una actividad intelectual, pero al mismo tiempo tan física e intensa, que me atrevo a decir que es una de las actividades más viscerales entre el catálogo de acciones. Ahora bien, la apreciación de los deshechos humanos es un tema muy personal. Hay personas –las más, supongo–, entre las que cuento a mi madre, que presentan una abierta repulsión a la mínima mención de cualquier tipo de deshecho, fluido, secreción o parte del cuerpo que guarde alguna con dicho elemento. Por otro lado, existen personas, entre las que cuento a mi padre, que no solamente ven los deshechos como algo natural, sino que encuentran diversión en la enunciación de todo cuanto tenga que ver con los deshechos humanos. Caca, culo, pedo, pis, mocos, sangre, coágulos, pus. Todo cabe en la diversión.
Sin embargo, y pese a lo que se pueda pensar, la diversión-enunciación de los deshechos no implica la comodidad con los propios. Me explico. Mi hermano y yo, productos de la unión entre una persona que siente repulsión por los deshechos y otra que se divierte –espero que no literalmente– con ellos. Así que, por un lado, crecimos riéndonos a diestra y siniestra con la caca, con los mocos, con los pedos. Mi hermano llegó a crear un monstruo de los pedos, que atormentaba prácticamente todos los juegos de mesa, de carritos o muñequitos en los que se adentraba. Aún hoy, la caca posee un lugar privilegiado entre nuestras pláticas y bromas de hermanos. Todo muy natural. El problema viene cuando se trata de la ejecución, y esto lo digo sin temor a equivocarme. Para mi hermano y para mí, nada es más vergonzoso como hacer caca. Es decir, obviamente hacemos caca, pero mientras hay gente que se siente cómoda anunciándolo a diestra y siniestra –tuve conocimiento de una argentina que hasta pedía que le llevaran mate mientras cagaba–, nosotros lo mantenemos en secreto. Nada más vergonzoso, entonces, que ser pillado en el baño. Esa es, sin lugar a dudas, la vergüenza máxima, el motivo de furia más primigenia que alcanzo a imaginar.
Teniendo este asunto como referente, el lector comprenderá la dimensión confesional de este post. Estoy confesando abiertamente que leo en el baño. Se puede argumentar que uno es tan intelectual que hasta lee en el baño, pero lo cierto es que a veces, a lo largo de un día, no abro un libro más que en el baño. Y no cualquier libro. Hace casi un mes que decidí retomar a Cortázar, pero sólo para el baño. La vuelta al día en 80 mundos. Mejor dicho, decidí ojearlo, hojearlo, o como se diga. Así que –siempre en el tono confesional cuasivergonzoso y sonrojado– siempre que me siento, el libro se abre en la página 63, que dice cosas bastante entretenidas con respecto a la antropología de la gente rara –gente pegajosa, un tal ramón que es un hoyo, etc–, y aunque intento variar la página, casi siempre regreso a la misma página.
Y como un Forest Gump bastante colorado, eso es todo lo que tengo que decir al respecto, aunque probablemente otro día retome la muy concurrida discusión sobre cómo es mejor limpiarse: parado o sentado. En fin, será otro día en el que –como hoy– la vergüenza brille por su ausencia.


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