sábado, 6 de diciembre de 2008

Tel Aviv o de las razones para seguir vivo y leyendo


Una vez más, este blog será el contenedor en el que se mezclen dos ideas que por sí mismas serían un post, pero que, dado el desorden mental, lo avanzado de la noche, la zurdez incipiente y lo poco aristotélicas que suelen ser las neuronas de quien escribe, se agitarán como se preparan los martinis, y se servirán en seco. Si el producto no le satisface al querido lector, puede, sin temor a echar a perder la bebida, agitarlo de nuevo -entiéndase por agitar, oprimir el botón "refresh" de su navegador; quien quita y se mejora un poco- e intentar, ahora sí, mirarle el fondo al vaso.

Comenzaré diciendo un dato que, como se verá más adelante, será crucial para el desarrollo del post. Nunca me he considerado lo que se dice un buen lector. Leo de corrido, por leer, y me cuesta mucho trabajo retener "de memoria" fragmentos, por breves que sean. Leo más novelas que poemas, y generalmente disfruto más de los sucesos del relato que de la construcción de frases, salvo que éstas sean verdaderamente impactantes. Cuando es así, entonces me detengo, lo leo un par de veces más, respiro hondo y lo copio en alguna libreta a la mano. Posteriormente, sigo leyendo.

Si he de ser honesto, nunca consideré a Borges difícil, porque siempre me encarreraba al leer, y no me detenía a pensar si la referencia era real o ficticia, si Borges me engañaba o si debía buscar al autor. Lo que es peor, nunca uso diccionarios. Si no conozco la palabra, miro el contexto. Si la palabra se rehúsa a cooperar, entonces la googleo. Así de simple. En cuanto a la poesía, creo que he incurrido en el grave error de leer para encontrar algo. Leo libros buscando un verso que me sirva, que me conmueva, que haga girar el engranaje propio. Nada más. A veces leo en voz alta, para escuchar cómo suena. Soy flojo y necio, porque últimamente si un poema no "me suena", simplemente lo abandono. Si me suena, lo repito y lo repito, intentando que se me quede grabado. A los tres días, lo he olvidado casi todo, y me veo obligado a parafrasear, intercalando en pedacitos de versos --Ah, qué mala memoria tengo.

Ahora bien, la primera idea de este post me saltó a la vista, porque G me contó que en su presentación, Petrović dijo que la primera vez que fue a Paris, tuvo que visitar algunos lugares que había leído en Cortázar. Creo que resulta una constante para los lectores "claveles", pensar que al visitar tal o cual ciudad tendrá que ir a la tumba de tal escritor, o al café desde el que espiaba a los transeúntes; el crucero en el que cierto escritor organizaba Happenings, algún mercado en Marrakech o el puente que se mantuvo aún a pesar de la guerra. En mi caso, nunca me ha gustado esa idea, tal vez porque tengo miedo a desacralizar los lugares de los libros, porque casi no viajo, o simplemente porque soy tan mal lector que se me olvidan los nombres de los lugares.

Por otro lado, la semana pasada hablaba con Luisito de las cosas que nos hacen falta por hacer antes de morir. Debo decir que me sedujo la idea del "club de los suicidas", en el que, para entrar, uno pone algunas metas que, a determinada edad, deberán ser cumplidas, so pena de suicidio. En mi caso, las metas a los 30 años son claras:

  • Ganar mi primer millón de pesos
  • Obtener una beca estratosférica e internacional que me permita vagabundear elegantemente.

Obviamente, resulta casi imposible que en siete años lo cumpla, así que decidí bajar un poco la exigencia. Ahora el método es más sencillo, y parte de las técnicas de la consultoría existencial que G y yo hemos tenido a bien llamar "Luz y fuerza del centro" -registro en trámite, estamos esperando que el sindicato de trabajadores de la electricidad nos cedan el nombre y las chamarras. El método es sencillo, y consiste en responder a una sola pregunta: ¿Qué debo hacer antes de morir? Para mí, el ejercicio fue brutalmente revelador, pues refleja justo el momento que vivo, de transición, de pérdida de visión, de reacomode. La verdad es que sólo se me ocurrió decir que antes de morir debo debutar en primera división. Patético, si tomamos en cuenta que, a pesar de que en el último partido jugado anoté tres goles -bonitos papá, de pierna izquierda, solitario en la delantera- el marcador terminó 19-4 en contra nuestra.

Los resultados, pues, me hicieron pensar siniestra pero pragmáticamente. Si no tengo una meta específica, ¿para qué espero hasta los treinta? No sería mejor suicidarse ahora, ¿y ya? ¿Para qué perder el tiempo leyendo mal, escribiendo mal, gastándole el dinero a otros, si simplemente no seré útil para los hombres o mujeres, para Dios o siquiera para mí mismo? Me dio miedo contestar, y mejor decidí olvidar el tema.

Pero hoy me volvió la pregunta, hoy que, justo después de entregarle un libro para recibir prestados otros, comencé a leer uno que G me había prometido desde hace un tiempo: La bicicleta de Sumji, de Amos Oz. Debo decir que justo hoy le mostré a G mi versión en hebreo de El mismo mar, así que el ambiente era totalmente propicio. Lo abrí en el camión a Cholula, y en un máximo de 10 minutos la piel se me enchinó al menos 3 veces, entre las bendiciones a Dios por recibir una bicicleta, la Jerusalem actual que contrasta con la bíblica que conozco casi de memoria, y la contraseña de los Vengadores, que misteriosamente es la descripción del Amado en el Cantar de los Cantares. (En las escaleras, tendrás que decirle a Bar-Kojba la contraseña: "Lirio del valle" y esperar a que él responda "Rosa de Sharon"...). De pronto, me di cuenta de mi verdadera respuesta a esa pregunta incómoda. Antes de morir, debo vivir en Israel. No solamente visitar el los territorios y encontrarme con los paisajes bíblicos y mirar turista las barbas de los judíos y entender por fin qué diferencias hay entre los que usan sombrero y los que usan kipá. No. Debo vivir en Israel. Probablemente el lector sospechará que quiero vivir en Jerusalén, pero lo cierto es que preferiría Hebrón -primera habitación del tabernáculo, O Beersheba, donde viven Chuy y Fernanda. Y de pronto, me doy cuenta que sí, quiero vivir en Tel Aviv, porque ahí fue donde Amos Oz escribió El mismo mar. Quiero mirar el desierto, quiero caminar entre las tolvaneras. Quiero hablar hebreo y leer poemas.

Así, de la nada, me doy cuenta de que todo está tan claro. Debo terminar mi tesis, hacer una maestría, conseguir una beca e irme a Israel. Visitar a los González, quedarme con ellos y ayudar en la misión. Matricularme en la Universidad de Tel Aviv, conocer poetas hebreos, traducir. Escribir en la arena, en el mar muerto, en una piedra. Da lo mismo. Sé que debo vivir en Tel Aviv. Ahora lo sé. Y quien sabe, tal vez sea mejor lector en hebreo. Tal vez me beneficie ser zurdo y comenzar a leer al revés. Tal vez lo mío sea el futbol llanero en los desiertos de Israel.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Estoy segura que te beneficiará porque ahí, las lecturas son sagradas y tienen cuatro niveles, que los cristianos perdieron, y los católicos, lamentablemente tuvieron por poco tiempo. Leerás literal, anagónica, alegórica y escatológicamente.
Este post sí me conmovió.
Qué se cumplan tus deseos, pidamos.
Un abrazo,
Deyanira.