Habré tenido ocho o nueve años la primera vez que usé una computadora. Las había visto antes, y tenía una idea aproximadamente atinada de su utilidad, o al menos sospechaba que servían para algo. Vi jugar solitario a un par de chicos, hijos de un médico, y traté de que me enseñaran, pero me decían que eso no era para jugar. Una computadora -me decían, solemnes- no es un juego, es una herramienta. Obvio que ellos la utilizaban para jugar, pero la idea era que no me la prestarían. Yo me quedaba viendo, detrás de sus cabezas, y en veintitrés segundos me desesperaba y salía a jugar con mi hermano en el patio. Pero la primera vez que utilicé una fue en la primaria. Se trataba de un proyecto piloto en el que los niños de mejores calificaciones tomaban un curso de computación. Sentaban a tres niños frente a cada máquina, y el curso de computación -de un programa que se llamaba "logos"- consistía en aprender los comandos necesarios para que una miserable tortuga -en nada comparable a las tortugas ninja- caminara alrededor de la pantalla. Era un fiasco, y aún así, muchos niños pasaban horas apuntando en sus libretas las combinaciones de teclas que usarían cuando les tocara el turno de ponerse frente al teclado. Diez minutos para hacer bailar al cuadrito que emulaba una tortuga. Diez minutos que a mí me parecían eternos porque nunca anotaba los comandos, y terminaba por ceder mi turno a una niña que me gustara. Eso era para mí la computación.
La historia posterior es larga, y no creo que se distinga de la historia de cualquier niño clasemediero sección baja. Mirar cómo otros niños ya entregan sus trabajos impresos de computadora, y pensar que deben ser millonarios. El café internet. El tío científico o intelectual que te presta su compu para que trabajes, pero con muchísimo cuidado porque son muy caras. El primer disquete con porno, que uno terminaría por arrojar a la basura, porque la imagen está demasiado borrosa. Y finalmente, la primera computadora, que con el aguinaldo enterito de ambos, los papás logran comprarle a un amigo que está por deshechar el modelito.
Hoy, después de al menos seis computadoras en mi casa, me surge una pregunta que debiera tener años de vieja, que es verdaderamente siniestra. Y la orientación de esa pregunta podría engañarnos. Lo obvio es preguntar, a dónde van nuestras viejas computadoras, pero la verdad es que sé de buena mano que, generalmente, van a parar a las salas y recámaras de los ingenieros, programadores y computólogos del mundo. Les encanta acumular esa basura, como a mí me encanta guardar papelitos y bolsas de plástico.
No, esa no es la dirección de mi pregunta. Más bien se trata de las letras. ¿A dónde van las letras que tipeamos y que no se escriben, que no quedan registradas en el Word o en el explorador de internet?. Todas esas letras que tipeamos al aire, cuando pensamos que el cursor está donde debiera, pero hicimos clic afuera de la ventana, y no se registra nada. ¿A dónde van?
Ahora, la situación se agrava si consideramos que, además de esas letras "fantasma" -jeje, humor involuntario-, existen otro tipo de letras desaparecidas. Las que borramos. Párrafos y párrafos perdidos. Nombres de mujeres que, después de la lectura en la pantalla, consideramos innombrables, demasiado dolorosos o ilusos. Demasiado buenos o demasiado malos para quedar guardados en nuestros archivos. ¿A dónde van esas letras? No puedo aceptar que simplemente desaparezcan. La máquina debe tener registrados todos los cambios, ¿no?¿ Tal vez un sepulcro de letras, que como fetos, se guardan en frascos de vidrio para asustar a las parejas, en este caso a los grupos de escritores de oficio, o escribientes de ocasión, que no son responsables y que traen a diestra y siniestra letras al mundo. ¿Existirá el limbo de las letras? ¿Será posible hacer una gráfica en la que se vea qué letra es la más borrada? ¿Qué lengua pierde más letras?
Si toda la gente va a almacenes armenta -recuérdese el comercial-, ¿a dónde van todas las letras? De sólo pensarlo se me pone la piel de gallina -roasted chicken, qui potest capere. Uuuuuuh.
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