Hoy he visto August Rush, una película totalmente dominguera, cursi y lacrimógena, insalvable excepto por una cosa: la música. Un niño huérfano, prodigio de la música, busca a sus papás, pero los busca con música. La mamá es chelista y el papá rockero barato, que se conocen en una fiesta y por generación espontánea tienen un hijo. La historia más predecible de la manera más cursi. Pero el niño es otra cosa, el niño hace música de todo lo que escucha, toma una guitarra -Gibson J200, bellísima, como en Lizalde- y en una noche descubre más sonidos de los que cualquier músico mediocre podría hacerse responsable. Después descubre el piano, y lo domina en día. Recibe una beca en Julliard y compone una Rapsodia que se toca en Central Park y que reune a sus papás.
La música de esa guitarra, solamente, motiva este post. Música que arranca una sonrisa, que para la respiración y estira cada músculo de la cara. Música que surge de palmear, puntear, rasgar las cuerdas de una guitarra hermosa. Música que no solamente hace que rebote el pie derecho, sino que paraliza el cuerpo, conmueve y pone vidrio en los ojos. Música que se antoja deliciosa, que se termina y deja con ganas de hacer siquiera un ápice de aquello que se escuchó. Música divina, si se puede decirlo. Y se puede.
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