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Una puerta. Paredes de piedra como las bardas de las casas antiguas hechas de adobe y piedra. Y una puerta. Una puerta de dos hojas que se mantiene cerrada sólo por el peso de un palo, (demasiado delgado para ser tronco, demasiado grueso para ser rama) que sin embargo no parece ejercer mucha resistencia. Una puerta, una rama o un tronco, paredes de piedra. Y una mujer de espaldas pero volteando a mirarnos, cabello rizado y suelto del que nacen dos arracadas, las manos en la puerta, la boca entreabierta. Y un vestido largo, hasta el suelo, con figuras como estrellas. Las manos sobre la puerta a punto de abrir o de cerrar. No lo sabemos. Y la mirada fija en nosotros, tal vez preguntando si de verdad entraremos. Si de verdad queremos.
No creo en los horóscopos y desconfío de la gente que explica su vida y, peor, la mía, a través de signos zodiacales. Yo soy escorpión y como soy de agua, me gusta la lluvia. Él es Aries y por eso no nos caemos bien. ¿Qué signo eres tú? ¿Virgo? ah, claro, con razón. Crecí en una familia evangélica, lo cual quiere decir que estoy vacunado para casi cualquier tipo de conocimiento ancestral ajeno a la tradición bíblica. Aunque no los castiguemos tanto: crecí en una familia que, a pesar de ser evangélica, incentivó la búsqueda intelectual, personalísima y creativa, porque cree que en esa búsqueda también está Dios. Pero esa búsqueda intelectual no ha estado ni cerca de la astrología, ni del budismo. Para bien o para mal.
No conocí a Esther Seligson y tampoco recuerdo cuándo fue la primera vez que la leí. Lo que sí recuerdo es las impresiones que generó en mí desde las primeras lecturas. La tierra de mis héroes bíblicos está habitada, hoy, por hombres y mujeres mitad desierto, mitad esperanza. El pueblo de Dios es un pueblo supersticioso, castigado, a veces demasiado solemne y otras veces demasiado festivo, pero siempre nostálgico del viaje y de la tierra prometida. Sin contradicciones, todo al mismo tiempo.
Muchas de las estampas e imágenes encontradas en Esther Seligson han creado el terreno para la manera en la que leo a Yehuda Amichai o a Amos Oz, y sin embargo, hay en ella una familiaridad mayor a la de cualquier otro escritor. Mis recuerdos de Jerusalén, de Lisboa (un departamento a unos cuantos pisos de altura y el calor húmedo, no me puedo quitar esa sensación), del Tibet, mis recuerdos de vidas que no he vivido, provienen de Esther Seligson. También en ella nace mi interés por las religiones ancestrales, por las visiones de la Gran Madre, la Diosa blanca, de Astarté o Astarot, diosas de los goyim, habitantes un territorio vedado hasta ese momento. La escritura de Esther Seligson ha sido para mí un umbral que se abre poco a poco, un despliegue de las posibilidades de quién he sido y quién no, quién podría ser.
Con esto no quiero decir que sea un experto en Esther Seligson. Mi lectura ha sido desordenada e íntima. A veces desbordada, a veces con la mesura de quien desconfía del terreno que pisa. A veces con una lectura académica, buscando elementos claves sobre la maternidad y otras veces deseando ser el hijo al que esa madre le escribe y le ofrece respuestas.
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Conozco ese lugar. En esa misma mesa me senté, seis años después, como mirándolos de frente. Pero ellos ya no estaban. En la mesa un mantel rojo cubriendo a uno blanco, un florero con nochebuenas, cervezas recién empezadas, un animal de peluche, probablemente un mapache. Y sellos de colores. Sé que son sellos porque mi hermana tuvo esos mismos sellos. Se abrazan y sonríen para la foto. Yo también me tomé fotos ahí, pero seis o siete años después. Siempre con la idea de haber llegado demasiado tarde.
Llegué a la ciudad de México, emocionado, la tercera semana de septiembre del 2012. Luego de un camino que incluyó años de sobrevivir como maestro de secundaria, con incursiones en kínder, primaria, preparatoria y carreras de dudosa validez, pero que también muchas lecturas, proyectos, deseos insatisfechos, depresiones y muchos intentos por tener una beca para dedicarme a escribir. En este camino conocí a personas que todavía hoy considero amigos, y que sembraron en mí intereses y libros que me marcaron. Mi primer libro de Esther Seligson fue el muy reciente entonces Cicatrices, publicado por Páramo Ediciones. “Debes leerlo. Te hubiera vuelto loco conocer a Esther, te hubiera leído el futuro, habrían hablado de historia judía, de religiones, de ángeles, te habría leído el tarot”, decía mi amigo Mijail, pero como diciendo: “llegaste tarde, no importa lo que hagas, llegaste tarde”.
Llegué a la ciudad de México, a la casa de una amiga que todavía vive en la colonia Cuauhtémoc y que me llevó caminando a la Fundación para las Letras Mexicanas a que me familiarizara con la colonia en la que pasé los siguientes dos años. Caminamos por la calle Liverpool, y en un momento se detuvo. –Este es el Gabis. Acá venía a desayunar a veces Esther Seligson, y vivía ahí enfrente, arriba de la estética. Yo la vi varias veces pero me daba pena saludarla”.
Por alguna razón, este momento se me quedó muy grabado en la memoria y cada vez que paso por esa esquina pienso en Esther Seligson. Pienso en ella, en la imagen que me he hecho de ella a través de fotografías y de su propia escritura, caminando la misma calle que yo, entrando a la fundación. Pienso en faldas largas, volantes, moradas o naranjas, estampadas con flores. Pienso en ella sentada en ese salón con una mesa enorme, con un espejo a sus espaldas. Lo único que no puedo imaginar es su voz. La escuché en una grabación de radio UNAM, pero no puedo imaginar su tono, la calidez, sus inflexiones ante cada una de las personas que ella conoció y que yo también conozco, aunque años después, aunque demasiado tarde.
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Es ella, sentada, y sus nietas en sus piernas. Atrás un ficus y otra planta de la que no sé el nombre, un librero bien ordenado, una mesa de café y una alfombra guinda que cubre todo el suelo. No reconozco su rostro. Es decir, no la conocí en persona, pero no reconozco ese rostro de otras fotos. Una sonrisa diferente, la mirada maternal, comprensiva, los brazos estrechando a sus nietas. Una silla de madera con tejido, tal vez una mecedora. No se parece en nada a mi madre ni a mi abuela y sin embargo, parecen darse un aire. Tal vez todas las madres se dan un aire en la mirada comprensiva, los brazos estrechando a los suyos, la sonrisa descansada. Tal vez todas las madres sostienen a los suyos sentadas en una silla de madera.
In memoriam/ Adrián Joskowicz Seligson/ 6 de marzo de 1966/ 24 de marzo de 2000. Para Adrián; ese peludo corazón pelirrojo/ 11-oct-98’. Así comienza Simiente, y así comenzó mi fascinación por un libro al que he vuelto varias veces desde la primera vez que lo leí. La más reciente, motivada por un libro acerca de la obra de Esther Seligson que no sé si saldrá (y también, que no sé si tendrá mi texto), me llevó a buscar todas las referencias posibles a esta dedicatoria. Las personas que la conocieron y con quienes he hablado de ella me no me han dicho algo más que: “Se llamaba Adrián”, o “tuvo una muerte muy trágica”. Todos guardan con respeto y sobriedad los detalles, ofreciendo la lectura de Simiente como única posibilidad para conocer la historia. A pesar de todo, se pueden encontrar un par referencias hemerográficas/testimoniales acerca de la muerte de Adrián: una nota de periódico Reforma y otra, muy desafortunada, de Huberto Batis en una revista llamada TransgresionES.
Conocer los detalles, más que arrojar luz, me hicieron sentir traidor, parte de esos “amigos” que, en lugar de asirse y acompañar el viaje de la poeta, entre dolores y descubrimientos, aventuran conclusiones y relatan la historia sólo por comezón de oír, sin rastros de empatía. A cambio, también entendí que parte del descubrimiento, de lo más entrañable que encuentro en Simiente es conocer enEsther Seligson el trabajo veradero de poeta para confrontar el dolor y la culpa, revisando con cuidado cada momento, soportando el dolor y llegando al puerto del autodescubrimiento en la maternidad.
Y es que quizás uno de los temas más olvidados en la literatura actual sea la maternidad. Son pocas las mujeres que abordan una temática que pareciera haber perdido el interés, sea por la visión feminista de equidad y de significación de la vida más allá de los roles de género impuestos por la tradición, o por el descrédito del tema ante otros más confesionales y relacionados con la liberación sexual.
No todas las mujeres nacen para ser madres, pero quienes lo deciden, inevitablemente encuentran su destino marcado por ello. Simiente es la confrontación de este destino y de las decisiones que lo construyen, tanto las propias como de los otros. Esther Seligson repasa momentos cotidianos que, después de un tiempo, se cargan de significación: diálogos con su hijo, cartas, percepciones, premoniciones. Sin embargo, en lugar de abrazarlos y consolarse, la madre pregunta, una y otra vez, los signos que construyen la voz y el rostro de su hijo: “¿es ésa la voz del pequeño hijo tierno?" (153). En la memoria, los momentos encuentran razones y descubren las fallas, el temor que se sintió entonces y las repercusiones inesperadas que, pese a todo, llegaron.
Como en muchas de las religiones en las que un camino del sufrimiento conduce a la redención, la visión de la Madre se hace evidente en la vida de Esther Seligson con un proceso de bautismo. Lo que en nuestra cotidianidad suele identificarse con abnegación y un carácter sumiso, aquí toma tintes de ritual, de constante movimiento e identificación en un proceso prácticamente eterno.
Nuestras palabras tienen poder, y en el caso de Esther Seligson sus palabras la condujeron a una visión de la maternidad consumada, sublimada en el dolor de la pérdida. Esta pérdida inicia un proceso de lavamiento, un bautismo en el que, al salir de las aguas del luto y traspasar los límites del dolor propio, se renace como una nueva madre, a imagen y semejanza, por fin, de la Madre.