martes, 3 de enero de 2012

[auto]defensa de un lector promedio (1): consideraciones previas

[Si a usted, querido lector y lectora, no le gustan las cursilerías, puede brincarse este texto y comenzar en el siguiente. Si sí le gustan, sin menor remordimiento, empiece desde aquí]

Hace poco recordé uno de los momentos que marcaron más mi vida, para bien o para mal: el día en el que decidí que, en lugar de estudiar antropología social –hágame usted el favor– iba a estudiar literatura. La culpable, en este caso como en muchos otros, fue una mujer. O fueron dos, en realidad (Y no desespere si parece que este comienzo no tiene nada que ver con el título, ya entrados en texto todo irá tomando su cauce [espero]).
Empezaba el segundo año de la preparatoria y salía con alguien. Tortuosamente y a trompicones, como casi todo lo que hacía entonces, pero yo salía con alguien. Era morena, chaparrita, voluptuosa y además vivía cerca de donde yo, así que eso facilitaba un poco las cosas. Y me gustaba mucho, de verdad. Tanto que yo creo que la espanté, porque un día me dijo que tenía que pensar muchas cosas y que todavía no había cerrado bien las cosas con su antiguo novio. Un odioso maestro de natación.
Como es lógico en personas de mi temperamento y constitución emocional –"sólo se puede ser platónico o aristotélico", decía Dámaso Alonso–, me entregué por completo al azote. Nada fuera de la historia normal de un adolescente promedio, claro, salvo el hecho de que, entonces apareció Enedelia, mi querida maestra de Literatura, con unos poemas de Jaime Sabines. Como nos llevábamos muy bien, le conté de la situación con la chaparrita, y me dijo que le leyera unos poemas. En su clase. 
Así que me compré una antología de Sabines, seleccioné unos cuantos poemas –espero curarme de ti en unos días, me acuerdo que fue el primero– y, conforme a lo planeado, me ofrecí a leer poemas en una clase en la que técnicamente no hacíamos nada más que leer poemas y platicar. Claro que ya los había leído antes y me gustaban, pero leerlos en voz alta para que ella los escuchara, en frente de todos, era una sensación increíble. Como si el poeta hubiera supiera exactamente lo que estaba sintiendo en ese momento, como si hubiera escrito para mí y para ella.
Fue, fundamentalmente, esa sensación la que me hizo estudiar literatura. Después leí más libros, acosé a la chica y nunca me volvió a hacer caso, me enganché con Cortázar, con Raymond Roussel, con Queneau y la Oulipo. Entré a la carrera y la odié, pero sigo considerando que esa sensación es la única razón por la que, todavía hoy, sigo leyendo poesía.

No hay comentarios: